viernes, 28 de diciembre de 2018

VIAJES EN TREN 6. LOS PUEBLOS QUE ME QUEDARON. LAS FRAGUAS (3)

LAS FRAGUAS. Iglesia de San Jorge y Palacio de los Hornillos


 Miércoles, 12 de diciembre de 2018

9.52 h. 13 grados en el luminoso del tren. Hoy iba tan ensimismada por la calle que se me ha olvidado mirar el termómetro de la farmacia. El tren lleva la calefacción a tope. Hace un calorrr…

Al ir a rellenar la tarjeta transporte en la taquilla, me dicen que tengo pendiente una salida en un pueblo (¿¿?). ¿Y cómo no me lo ha cobrado al salir por el torco de Santander, que es insoslayable…? Ninguna de las dos lo entendemos, pero como lo dice la máquina…


El tren tiene apagados los monitores y el de la vía también está en barras horizontales; solo funciona la banda corrida de los laterales. El día está un poco pocho y ha llovido por la noche (las aceras están mojadas), aunque el pronóstico no da empeoramiento hasta la tarde.

Salimos en punto a las 9.58 h. El de seguridad hoy es un hombre serio-serio. Hoy somos todas mujeres en el primer vagón. No he visto a los de la Asociación de Mayores que hacen senderismo ni tampoco a ningún ciclista. ¿Será por el tiempo…?

En Valdecilla hay una pequeña retención para entrar en Santander y las garcillas bueyeras trastean por los prados un poco antes de Muriedas. Bajo las nubes grises y blancas se ven trocitos de azul cielo.


El tejado de la estación de Las Caldas sigue roto y caído. Hoy no se sube nadie para ir al mercado de Los Corrales, quizá porque se vuelven a sus casas (un grupo de mayores espera otro convoy con las maletas en el andén).

Un chaval se sube en Viérnoles hasta Lombera, sin billete. El revisor le explica, calmo, que hay que sacarse la tarjeta.

Cuando llego a Arenas (voy a ver a mis parientes antes de echarme a andar), hay 10 grados a las 10.57 horas.

Tras tomarme un té (y llenarme de caramelos el bolsillo del chaleco), estiro los bastones sobre las 11.30 h.

Al cruzar las vías, pregunto a una chica con un perro negro por dónde ir al “Partenón” que veo en la distancia. Me indica, pero veo una carreterilla y la tomo; no tiene salida hacia la carretera general, pero rodeo la cerca de alambre y…la guardia civil está haciendo un control a los conductores en la rotonda. Uno de ellos me dice que puedo atravesarla con cuidado (no hay mucho tráfico). “Como no vueles, no hay otra manera…”. Hay que coger la desviación que pone a San Vicente de León.


Y de repente, al dar una curva, lo veo: el Palacio de los Hornillos, a la derecha del Partenón. Con el día nublado que hace hoy, sin sombras, resulta un poco fantasmagórico.


En el exterior, un poste de “Rutas de cine” con las localizaciones exactas de las películas realizadas en Cantabria en grados, minutos y segundos.  Además de Los otros, Primos, Altamira, La vida que te espera, el Invierno de las anjanas y Airbag.


No sé qué hacer; si rodear primero la finca del palacio o ir hacia la iglesia de San Jorge, en un alto…Elijo lo segundo. Mientras subo por la carretera, a la izquierda, entre zarzas y amentos, veo el Partenón como una mole griega trasplantada al valle de Iguña. Un ciclista, tan fascinado como yo, desde la bicicleta o tirándola en cualquier zarzal, toma incontables fotos de la mansión de Los otros. Los rosales de pie que yo saqué hace años se alzan solitarios sin una rosa.


¡¡¡Mirada a Grecia!!! -oigo a voz en grito. Dos ciclistas se han sumado al solitario y… ¡se acabó la paz! Pensaba que el Partenón/iglesia de San Jorge estaría dentro de una finca vallada, pero no. ¡A ver si se van los bulliciosos y subo! -pienso mientras cirvunvalo el edificio. Un caballo pasta tranquilo alrededor de las columnas, en la parte de atrás.

El cartel informativo recoge que el “Partenón” fue construido en 1890 como capilla-panteón de los duques de Santo Mauro, propietarios del palacio de los Hornillos. Con el tiempo, estos lo donan al pueblo de Las Fraguas y en la actualidad es la iglesia parroquial.

Sigo la carretera que bordea la finca del palacio por arriba en busca de una visión diferente, pero las zarzas y lianas impiden ver mucho más. Así, entre pitos y flautas, llego a la desviación que señala la localidad de “Palacio”. Una casa, en la intersección, así lo certifica. A la izquierda, San Vicente de León, por debajo del túnel.


Detrás del edificio del palacio, un montón de vacas blancas paciendo en el prado. Me doy cuenta de que regreso por un camino paralelo al que cogí el otro día, junto al río. En el campo de cardos secos y lampazos, las ovejas, esta vez, están repanchingadas, rumiando la mar de aburridas. Un poco más allá, las casas de tejado de lajas me recuerdan a las casas de campo inglesas.


Voy rodeando, rodeando, rodeando (lo más cerca que puedo de  la finca por fuera) hasta que consigo verla por su parte trasera. Es casi la una y media. Tengo dos horas más antes del tren.


En un banco frente al letrero de “Finca privada. Prohibido el paso”, me como mi sanwich de quesos varios. Ahora ya me hago una idea espacial de todo: la Casona de la Marquesa a un lado; el Palacio de los Hornillos al otro y, arriba, el Partenón. Para señalar el camino en el prado, una especie de prismas clavados en el suelo, pintados con cal blanca.


Salgo a la rotonda y llego al cruce que el otro día dejé sin investigar. Tengo tiempo de tomar el menú en Casa Victoria. Me mandan al comedor de arriba. “Si me da igual abajo…”. No hay tu tía. Así que como con mantel elegante. Mientras vienen mis alubias rojas, a otro comensal y a mí nos traen una selección de tres aceites para mojar pan (el que tiene sabor a ajo es distinto y delicioso).

Tardan bastante. “Es que solo estamos dos…”. “Ya, pero pensaba que lo que he pedido (alubias y carrilleras) era solo de calentar…”. Las alubias rojas están muy buenas, quizá un poco demasiado templadas. Dejo el tocino (hay texturas con las que no puedo, como los callos, las ostras o el “gordo “ de las chuletas…).

El que está a mi lado (debe ser cliente habitual), se queja del postre: “Es que el arroz con leche no me gusta…”. El helado de vainilla debe ser que tampoco porque le traen un bombón helado.

“Encima, no avisáis”- escucho que  dicen a alguien abajo. Del menú escrito en la pizarra han tachado el pollo a la cerveza. Las voces aumentan de volumen. “Es que mira el ruido que hay…”- trata de explicarme la razón de ubicarnos en el comedor de la primera planta. Aunque eso signifique subir unas ocho veces por persona. Luego, tienen a comer un grupo de seis hombres.

Las carrilleras están bien calentitas y muy tiernas, y las patatas fritas, recién hechas, duras por fuera y blandas por dentro, nada que ver con las de ciudad/supermercado. De postre, arroz con leche, ¡cómo no! Esta recién sacado del puchero, con azúcar quemada por encima.

Cuando termino, voy para la estación. Me pongo el gorro de lana y paseo el andén arriba y abajo para hacer la digestión antes de sentarme otra hora. El día ya está frío y oscuro de invierno a las 15.30 h.


La marquesina de plástico aparece quemada por cigarrillos y un chico con cara cerril se las pasa dando patadas a una columna. Por no verle, me voy a admirar un huerto de repollos y berzas junto a las vías.



En el tren, dos revisores hablan. Están calentitos con lo de la huelga coincidiendo con las fiestas navideñas: “Siempre nos toca a los mismos”…






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