Miércoles,
12 de diciembre de 2018
9.52 h. 13 grados en el
luminoso del tren. Hoy iba tan ensimismada por la calle que se me ha olvidado
mirar el termómetro de la farmacia. El tren lleva la calefacción a tope. Hace
un calorrr…
Al ir a rellenar la tarjeta
transporte en la taquilla, me dicen que tengo pendiente una salida en un pueblo
(¿¿?). ¿Y cómo no me lo ha cobrado al salir por el torco de Santander, que es
insoslayable…? Ninguna de las dos lo entendemos, pero como lo dice la máquina…
El tren tiene apagados los
monitores y el de la vía también está en barras horizontales; solo funciona la
banda corrida de los laterales. El día está un poco pocho y ha llovido por la
noche (las aceras están mojadas), aunque el pronóstico no da empeoramiento
hasta la tarde.
Salimos en punto a las 9.58
h. El de seguridad hoy es un hombre serio-serio. Hoy somos todas mujeres en el
primer vagón. No he visto a los de la Asociación de Mayores que hacen
senderismo ni tampoco a ningún ciclista. ¿Será por el tiempo…?
En Valdecilla hay una
pequeña retención para entrar en Santander y las garcillas bueyeras trastean
por los prados un poco antes de Muriedas. Bajo las nubes grises y blancas se
ven trocitos de azul cielo.
El tejado de la estación de
Las Caldas sigue roto y caído. Hoy no se sube nadie para ir al mercado de Los
Corrales, quizá porque se vuelven a sus casas (un grupo de mayores espera otro
convoy con las maletas en el andén).
Un chaval se sube en
Viérnoles hasta Lombera, sin billete. El revisor le explica, calmo, que hay que
sacarse la tarjeta.
Cuando llego a Arenas (voy a
ver a mis parientes antes de echarme a andar), hay 10 grados a las 10.57 horas.
Tras tomarme un té (y
llenarme de caramelos el bolsillo del chaleco), estiro los bastones sobre las
11.30 h.
Al cruzar las vías, pregunto
a una chica con un perro negro por dónde ir al “Partenón” que veo en la
distancia. Me indica, pero veo una carreterilla y la tomo; no tiene salida
hacia la carretera general, pero rodeo la cerca de alambre y…la guardia civil
está haciendo un control a los conductores en la rotonda. Uno de ellos me dice
que puedo atravesarla con cuidado (no hay mucho tráfico). “Como no vueles, no
hay otra manera…”. Hay que coger la desviación
que pone a San Vicente de León.
Y de repente, al dar una curva, lo veo: el Palacio de los
Hornillos, a la derecha del Partenón. Con el día nublado que hace hoy, sin
sombras, resulta un poco fantasmagórico.
En el exterior, un poste de
“Rutas de cine” con las localizaciones exactas de las películas realizadas en
Cantabria en grados, minutos y segundos.
Además de Los otros, Primos,
Altamira, La vida que te espera, el Invierno de las anjanas y Airbag.
No sé qué hacer; si rodear
primero la finca del palacio o ir hacia la iglesia de San Jorge, en un
alto…Elijo lo segundo. Mientras subo por la carretera, a la izquierda, entre
zarzas y amentos, veo el Partenón como una mole griega trasplantada al valle de
Iguña. Un ciclista, tan fascinado como yo, desde la bicicleta o tirándola en
cualquier zarzal, toma incontables fotos de la mansión de Los otros. Los rosales de pie que yo saqué hace
años se alzan solitarios sin una rosa.
¡¡¡Mirada a Grecia!!! -oigo
a voz en grito. Dos ciclistas se han sumado al solitario y… ¡se acabó la paz!
Pensaba que el Partenón/iglesia de San Jorge estaría dentro de una finca
vallada, pero no. ¡A ver si se van los bulliciosos y subo! -pienso mientras
cirvunvalo el edificio. Un caballo pasta tranquilo alrededor de las columnas,
en la parte de atrás.
El cartel informativo recoge
que el “Partenón” fue construido en 1890 como capilla-panteón de los duques de
Santo Mauro, propietarios del palacio de los Hornillos. Con el tiempo, estos lo
donan al pueblo de Las Fraguas y en la actualidad es la iglesia parroquial.
Sigo la carretera que bordea
la finca del palacio por arriba en busca de una visión diferente, pero las
zarzas y lianas impiden ver mucho más. Así, entre pitos y flautas, llego a la
desviación que señala la localidad de “Palacio”. Una casa, en la intersección, así lo
certifica. A la izquierda, San Vicente de León, por debajo del túnel.
Detrás del edificio del palacio,
un montón de vacas blancas paciendo en el prado. Me doy cuenta de que regreso
por un camino paralelo al que cogí el otro día, junto al río. En el campo de
cardos secos y lampazos, las ovejas, esta vez, están repanchingadas, rumiando
la mar de aburridas. Un poco más allá, las casas de tejado de lajas me recuerdan
a las casas de campo inglesas.
Voy rodeando, rodeando,
rodeando (lo más cerca que puedo de la
finca por fuera) hasta que consigo verla por su parte trasera. Es casi la una y
media. Tengo dos horas más antes del tren.
En un banco frente al letrero
de “Finca privada. Prohibido el paso”, me como mi sanwich de quesos varios.
Ahora ya me hago una idea espacial de todo: la Casona de la Marquesa a un lado;
el Palacio de los Hornillos al otro y, arriba, el Partenón. Para señalar el
camino en el prado, una especie de prismas clavados en el suelo, pintados con
cal blanca.
Salgo a la rotonda y llego
al cruce que el otro día dejé sin investigar. Tengo tiempo de tomar el menú en
Casa Victoria. Me mandan al comedor de arriba. “Si me da igual abajo…”. No hay
tu tía. Así que como con mantel elegante. Mientras vienen mis alubias rojas, a
otro comensal y a mí nos traen una selección de tres aceites para mojar pan (el
que tiene sabor a ajo es distinto y delicioso).
Tardan bastante. “Es que
solo estamos dos…”. “Ya, pero pensaba que lo que he pedido (alubias y carrilleras)
era solo de calentar…”. Las alubias rojas están muy buenas, quizá un poco
demasiado templadas. Dejo el tocino (hay texturas con las que no puedo, como
los callos, las ostras o el “gordo “ de las chuletas…).
El que está a mi lado (debe
ser cliente habitual), se queja del postre: “Es que el arroz con leche no me gusta…”.
El helado de vainilla debe ser que tampoco porque le traen un bombón helado.
“Encima, no avisáis”-
escucho que dicen a alguien abajo. Del
menú escrito en la pizarra han tachado el pollo a la cerveza. Las voces aumentan de volumen. “Es que mira el ruido que hay…”- trata de explicarme la razón de
ubicarnos en el comedor de la primera planta. Aunque eso signifique subir unas
ocho veces por persona. Luego, tienen a comer un grupo de seis hombres.
Las carrilleras están bien
calentitas y muy tiernas, y las patatas fritas, recién hechas, duras por fuera
y blandas por dentro, nada que ver con las de ciudad/supermercado. De postre, arroz con leche,
¡cómo no! Esta recién sacado del puchero, con azúcar quemada por encima.
Cuando termino, voy para la
estación. Me pongo el gorro de lana y paseo el andén arriba y abajo para hacer
la digestión antes de sentarme otra hora. El día ya está frío y oscuro de
invierno a las 15.30 h.
La marquesina de plástico aparece quemada por cigarrillos y un chico con cara cerril
se las pasa dando patadas a una columna. Por no verle,
me voy a admirar un huerto de repollos y berzas junto a las vías.
En el tren, dos revisores hablan. Están calentitos con lo de la huelga coincidiendo con las fiestas navideñas: “Siempre nos toca a los mismos”…
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