martes, 29 de enero de 2013

MIS PROBLEMAS CON LA OFIMÁTICA



Yo nunca he sido mucho de máquinas: me gustan el exprimidor de plástico, la minipimer - porque ya nací con ella- y, como mucho, usar el mando de la tele.

Pero no sé programar un vídeo, usar una calculadora -aunque sea solar-, y me marea solo pensar en lo rápida que va la técnica y como desplaza el WINDOWS al MS2 o al LOTUS.

No estoy preparada para la vida moderna: las máquinas de marcianos me estresan. Nunca pude hacer el cubo de Rubik. No le veo ninguna gracia al Tetris y en el último examen de conducir virtual me precipité varias veces contra la pared imaginaria, mientras el psicólogo me alentaba: “Acabas de arrojarte por el precipicio”... En otra prueba, iba rozando tanto los arcenes -entre un chirrido de dentera- que lo único que pensaba era: “Mira que si no me renuevan  el carné por la maldita tecnología…”.

Pero la vida es así y tuve que ponerme las pilas porque el mundo no se va a adaptar a mí. Y empecé un curso de ofimática. ¡A buenas horas! Me paso el día viajando por la pantalla buscando el puntero o la flecha.

A veces el ratón no me ratona, las líneas se colocan a su gusto en el texto, se autosubrayan, se cambian de tamaño. Yo me desespero, suspiro, me cabreo…

Soy una ceporra y tengo que repetir cada operación mil veces para que se me quede en el magín -después de escribir todo el proceso en un cuaderno, lo mismo que cuando me pongo a hacer punto.

Hoy, por ejemplo, tengo un día sembrado: por mucho que me esfuerce, no consigo más que imágenes achatadas. “Es que estás agarrotada sobre el ratón” -me dice la profesora. Me miro, y es cierto: lo agarro como si se me fuera a escapar corriendo de un momento a otro. “Hay que moverlo con soltura, como si no te costara nada y fuera un ratón alado”. Pero ya, ya. ¡Qué más quisiera yo…!

Además, confundo las flechas y, de repente, la imagen se me alarga o se me va de la pantalla.

Insertar dibujos en un formato pequeño y a la derecha es lo peor, un auténtico sufrimiento.
También tengo que acordarme de desactivar las funciones para que no vuelva a salirme la orden anterior, y marcar primero lo que quiero.

En fin: yo creo que mi ordenador está hechizado (¿será el tener adjudicado el número 13...?). Otro misterio: ¿por qué al dar Insertar símbolo (un redondel) me inserta un cuadrado…?

No sé si alguna vez nos mostraremos mutuo respeto. De momento -a comienzos del Tercer Milenio-, ¡esto es la guerra!




jueves, 24 de enero de 2013

SOY MANIÁTICA



Igual que me pierden el chocolate negro con naranja o la coliflor con bechamel de queso, no puedo soportar al leer un libro que le falten acentos, que haya faltas de ortografía o que las letras estén trastocadas o sin terminar. Me pongo enferma y tengo que parar de leer e ir a buscar corriendo un bolígrafo con el que arreglar el desaguisado al instante.

Otra manía que tengo son las etiquetas: en los sujetadores, pican; se te salen para arriba en las camisetas, y, en general, molestan. Así que las corto siempre que puedo.

También me gusta llevar las uñas muy al cero: tanto las de las manos como las de los pies. Que no se vea lo blanco.

Una vez que había estado plantando semillas en tierra, soñé que iba al médico y este, en vez de mirarme la garganta o auscultarme, me ordenaba: ¡Enséñeme las manos! Yo no quería, y las escondía a la espalda. Cuando por fin se las mostré, a regañadientes, miró mis uñas y dijo: “Usted ha comido chocolate, naranja, etc”. Y yo, con una vergüenza terrible por tener las uñas sucias. En cuanto a las de los pies, si uno anda mucho y, sobre todo, baja cuestas o pendientes, enseguida se da cuenta  de que las uñas largas se clavan como una garrapata en los dedos. Por lo demás, cuando me aburro o si decido dedicarme un tiempo a mí misma, a veces me da por ahí y me pinto todas las uñas, las veinte, de una tacada; y así, hasta la próxima sesión, que puede ser tres o seis meses después, cuando el esmalte ya se ha quitado y requetequitado...Pero, ¡qué más da...!

De la casa, no me gusta nada salvo cocinar. Bueno, tampoco me importa lavar los platos, aunque odio fregar los tenedores. La ropa, me da igual tenderla en las puertas, por una manga o sin pinzas. Planchar para mí es quitar las arrugas de un sitio para ponerlas en otro. En cuanto al polvo, me encanta limpiarlo cuando hay mucho, y casi tengo que tirar la bayeta de lo sucia que queda. Si debo limpiar, por lo menos, que se note.

Otra manía son los felpudos bien alineados. ¡Quién lo diría en una persona tan desorganizada como yo! Pero cada vez que bajo la escalera, no puedo evitar poner rectos a cualquiera salido de su sitio, aunque el ángulo sea sólo de 10º.

Con el pepino -pasando a las manías gastronómicas- me sucede una cosa curiosa. No me gusta solo o en ensalada -me parece que todo sabe a pepino- pero, en cambio, con piel, en rajas muy finitas, me encanta en los sanwiches o cuando lo ponen en las hamburguesas. Raro, ¿no...? Creo que debería alquilarme a algún psiquiatra a ver si me da contestación a tanta  y tanta rareza...

viernes, 18 de enero de 2013

YO Y MI ESMARFOUN


Mi móvil antediluviano que no tenía blutuz, ni cámara fotográfica, dejó de funcionar un buen día: supongo que le había llegado la obsolescencia programada...

Yo, es verdad que solo lo usaba para llamar y que me llamaran, si estaba perdida en el monte o si el coche me dejaba tirada en algún pueblecillo. Por no saber, no sabía ni enviar mensajes ni leer mensajes. Con deciros que, para marcar, usaba el dedo índice en vez del pulgar…

Sin embargo, una vez muerto, echaba en falta no poder disponer de él, así que le pedí  a mi hermano que me acompañara a comprarme uno de nueva generación, entre otras cosas, porque ya no existían de los antiguos.

La de la tienda, al preguntarle por las instrucciones básicas, me dijo que el uso del móvil era “intuitivo”. Será para ti –pensé yo. A partir de entonces, me paso el día tocando todos los botones para encontrar algo.
La primera vez que  lo llevaba encendido, sonó en el autobús, y no fui capaz de contestar. Tocaba la tecla  con el teléfono verde, pero no me salía nadie al otro lado. Y, cada vez más nerviosa, me parecía que el sonido era más fuerte y que me miraba todo el mundo. Luego me enteré de que tenía que tener la tecla apretada varios segundos. ¡Pues haberlo dicho, hombre! ¿O era eso que tenía que arrastrar el teléfono verde hasta donde se ve la silueta de una persona en el centro de la pantalla? Dudo…

He aprendido que los teléfonos nuevos he de guardarlos en la tarjeta SIM. Que la tecla “Datos” ha de estar siempre en verde y desactivarla si voy al extranjero. Que para leer los códigos QR tengo que bajar la aplicación BIDI…
Yo solo puedo aprenderme una cosa al día; así que le dejaré a mi hermano que investigue, y luego, que me baje las aplicaciones y me explique lo básico. En el manual de instrucciones apenas viene nada: como todo es intuitivo

No sé si me convence mucho este teléfono smart (pensaba, al principio, que eran teléfonos “elegantes”, como el Superagente 86). Te tienen localizado en todo momento y saben todo lo que haces.  Como un Gran Hermano. Por ahora, sigue apagado en mi bolso. Paso de estar conectada continuamente en la “postura del rezo”. Y no quiero volverme una adicta.
Como me dijo Cristina, he desconectado el contestador para que a la gente no le cueste la llamada. Aunque siempre le digo a todo el mundo que no guarde mi número de móvil porque me localizan -en el fijo- en casa, a la hora de comer o de cenar, o casi más rápido, mediante el correo electrónico, que miro varias veces al día.

Por ahora, me conozco: la tecla de encendido; la tecla de inicio, el WhatsApp (pronúnciese “wásap” o "wasap"), la tecla de menú, la tecla para ir a la pantalla anterior y la de la lista de las aplicaciones. Uffff. Algo es algo…
Espera.  Me acaban de escribir: “Se te ha pasado estudiar el apartado "bloqueado del teclado"; si no lo pones, puedes tocar accidentalmente una tecla y hacer una llamada, conectarte a internet, quitar el timbre…,¡y un millón de cosas más! ¡Que es un móvil de última generacióóón...!”.

¡Dios mío! ¡Ya sudo…!

lunes, 14 de enero de 2013

ME COMEN LOS PAPELES


Yo lo intento. De verdad. Pero no puedo reducirlos.

Todos los días el cartero me trae papeles de banco, revistas no solicitadas, documentos varios. Y yo, ¡no doy abasto!

Además, tengo que recortar las noticias importantes del periódico. Pero luego, no me da tiempo a archivarlas y se acumulan, acumulan, acumulan…; sobre la mesa, la cama, el suelo, el radiador, e incluso la papelera.

Son pilas móviles que se van trasladando de un lugar a otro, unas veces en bolsas, otras en cajas, pero que continuamente crecen y crecen.

Yo me lo repito a mí misma todos los días: los chinos piensan que hay que tener los menos objetos posibles, y hago propósito de enmienda. Pero nunca me da tiempo.

¡Céntrate, hija, céntrate!, pero voy saltando de una cosa a otra y ni las clases de tai-chi me equilibran el cerebro.

Así, empiezo un nuevo día brincando por encima de los papeles, rodeándolos o resbalando sobre ellos.

En el salón, me propuse no tener nada a parte de la tele y una cama que hace las veces de sofá. Pero, poco a poco, voy llevándome un diccionario de inglés, la última revista, unos mapas del Ministerio de Agricultura, informes de todo tipo y condición, una mochila... Luego, me da pereza quitarlo, y puedo estar viendo la tele con los cojines de la cabeza rodeados de diapositivas y, a los pies, la funda de un disco, una crema de manos y el próximo sobre de burbujas que voy a enviar mañana.

“¡Pero hija! ¡Así como te va a querer alguien...!”- dice la desesperación de mi madre. Yo procuro enmendarme, ¡de verdad! Pero creo que tendrá que ser un amor muy grande para que tienda la ropa por prendas y tamaños y mantenga siempre despejada la mesa de trabajo.

Mi última estrategia ha sido agrupar los papeles que me da pena tirar por gustos de amigos y ¡endilgárselos a ellos! Así, yo no me siento culpable por tirarlos -les sirven a alguien más- y, son ellos, en última instancia, los que tienen la responsabilidad de echarlos al contenedor azul (a no ser que se los pasen a otro alguien). Inteligente, ¿no...? Y, si deciden tirarlos, yo por lo menos, ya no lo veo.

Entretanto, la duna móvil sigue creciendo y avanzando. Ya ha invadido la alfombra y llega hasta el primer piso de la librería. ¡Que alguien me ayudeeee...!