(La mayoría de estos recuerdos proceden de Germán y Marcelo, aunque también hay de otras personas). Gracias a todas.
Dice Cuti, la Tolana , que los prontos vienen de la abuela, de los
Hijosa, no de los Herreros. Pero da igual. El caso es que, de repente, montan
en cólera, se ponen rojos y parece que les va a dar el esparaván. “Todos tenemos
temperamento fuerte”- confirmaba Germán.
A veces me
pregunto si no será por eso, por la ira, y no por ser rubios por lo que les llamaban “Los
Rojos” en Sierrapando. “A nosotros nos conocía todo el mundo. Como éramos tan
rubios...”.
La casa de Sierra (Paseo del Norte, 17)
Cuando la
tiran, en febrero de 2014, desaparece
–definitivamente- un trozo de historia. La noticia había salido antes en la
prensa: “edificio en ruina”, “centenario”, “dos plantas”, “forma trapezoidal”,
“superficie de 178 m2”, “fuera de
ordenación”, “demolición”, “derribo”, “en
la avenida de Bilbao”, “junto al cuartel de la Guardia Civil”…
A la vista
quedaron, al quitar los escombros, el hueco de la caja fuerte en el escritorio
del abuelo y la puerta de entrada al portal.
Los
recuerdos: muchos. “La tienda vieja, antes de la reforma “del mostrador alto”,
constaba de dos puertas muy amplias y una media puerta en el frente. Al entrar,
se veía un mostrador que hacía codo. Era una tienda mixta de pueblo con barra y
mesas. El mostrador en prolongación servía a la vez para el bar y la tienda. El
comedor se componía de 4 o 5 mesas de mármol, que se juntaban y se cubrían con
un mantel gordo para comer la familia” (contado por Sito).
La huerta (pena no tener una foto...)
Eran unos mil
metros cuadrados: se componía de 6 cuadros de dos por dos; el verde donde
tendían la ropa y un gallinero cerrado con malla que contenía dos higueras.
Cada cuadro estaba cerrado con ladrillos; en cada esquina había un árbol frutal
y las matas de fresas rodeaban el cuadro. Se plantaban patatas, alubias,
tomates, guisantes, judías verdes… Los frutales, traídos de Mazcuerras, eran
briñones, piescos, ciruelas japonesas y claudias. También había manzanos y
perales.
Alfredo,
todos los días, en cuanto se levantaba, desayunaba y se iba a la huerta.
Llevaba un cajón con pienso para las gallinas y recogía la fruta caída del
suelo. Le gustaba mucho hacer injertos y no quería que los niños cogieran la
fruta porque estropeaban los árboles. Ellos eran los que limpiaban los pasillos
de malas hierbas y Marcelo era el que más estaba en la huerta.
Cuidaba los
árboles como si fueran hijos. Aplastaba sin misericordia las hormigas que
trepaban por el tronco (“no dejaba ni una”) y cuando algún árbol tenía una
mancha, le quitaba la roña con una navajita que llevaba siempre en el bolsillo.
Los padres, Julia y Alfredo
Julia, la madre, se levantaba a las 7
todos los días y se pasaba la jornada lavando la ropa y haciendo la comida. El
puchero lo ponía desde las 7 de la mañana a la hora de comer (la una) en la
cocina de carbón. Tenía mucho genio y cocinaba muy bien. Cuando vino de
Castilla, no sabía cocinar. Le enseñó la abuela: Teodora. Los jueves, había
callos (los hacía para las mujeres que bajaban al mercado de Torrelavega desde
Vargas y Las Presillas) y pan frito, y todos andaban revoloteando por la cocina
a pizcarle un trozo.
El domingo
por la tarde, sacaba dos baldes grandes y ponía la ropa en jabón. El lunes, se
pasaba todo el día lavando, y para que los dedos no le sangraran, se ataba
trapos. Luego, las sábanas (todas las semanas se cambiaban 9 camas), si hacía
sol, se echaban “al verde” para que se secaran. Tenía la ayuda de una muchacha
que fregaba la tienda y los platos.
Por las
mañanas, para que los niños no le estorbaran hasta la hora del desayuno, les
subía en un papel los trozos rotos de las cajas de galletas para que se
entretuvieran. Porque a esa hora tan temprana ya había parroquianos que iban a
que les pusiera la copa o a tomar un café.
No era muy pegona, pero entonces las madres tenían
la costumbre de dar pellizcos retorcidos. A las preguntas sobre si podían hacer
esto o lo otro, nunca decía ni sí ni no: ¡Díselo a tu padre!- les mandaba...
Alfredo, el padre,
era muy serio. “Nunca nos pegó, pero cuando hacías algo malo, sólo te miraba
por encima de las gafas. “Yo muchas
veces hubiera preferido que me diera un azote”. En una ocasión, Germán recuerda
que estaba jugando en la calle con un balón y, sin darse cuenta, hizo caer a un
señor que iba en bicicleta. Entonces, Alfredo salió y con el cuchillo de cortar
el bacalao, sin decir una palabra, cortó la pelota por la mitad. Para que no
hubiera nuevos accidentes…
Todo el
barrio le tenía un respeto terrible. Era muy recto. Nunca riñó con nadie y era
el único hermano que se hablaba con todos. “Nunca le oí decir palabrotas. Eso
sí: Nunca iba a misa. Pero nosotros estábamos todos bautizados”.
Era muy
friolero y todos los días le metían en la cocina de carbón un ladrillo en el
horno envuelto con papel de periódico. Lo tenía toda la mañana y a la hora de
la siesta se lo subía para calentarse los pies. Siempre estaba con albarcas, en
verano y en invierno.
Por la mañana
desayunaba chocolate con bizcochos. Se levantaba a las 9 y entre las once y las doce, se
preparaba un ponche (huevo, vino blanco y agua a partes iguales, y azúcar).
Para merendar, echaba azúcar a las natas de la leche y se las tomaba.
Hasta que se
casó, fue carpintero. Tenía mucho gusto y era tan impecable que no se le veían
las junturas de las mesas. Su sentido de humor era más parecido al británico o
al catalán: ni ruidoso ni estridente.
(Esta es mi foto favorita de los abuelos, en sus bodas de oro, en 1961. La sonrisa de mi abuela no tiene precio).
ALGO DE HISTORIA, Por Marcelo
La abuela Teodora
La abuela
Teodora quedó viuda con 4 hijos y 3 hijas. Alfredo era de los últimos.
Tenía una
taberna donde paraban los carreteros a las 6 de la mañana y tomaban “la parva”,
el orujo de Castilla.
A los hijos,
les dio un oficio. Dejaron obra por Suances, …
Solía ir en
chancletas; Era bigotuda, un poco hombruna…
Tío Joaquín, “el casamentero”
El tío
Joaquín tenía un comercio de harinas e iba a Villabermudo, donde el abuelo Amador, un terrateniente.
Era muy
casamentero y se dio cuenta de que el abuelo tenía 5 hijas casaderas, que no
iban al campo. Le dijo a
Alfredo: “La próxima vez que vaya a Villabermudo, te vienes
conmigo”. Y le lio con mi madre (Julia). Dos o tres veces que le vio, y se casó
con él.
El abuelo
Amador venía de Castilla en verano. Pasaba un mes con cada hija, y siempre
quería pagar la estancia. Íbamos con él a Suances, a la playa de La Concha.
Salíamos en la serré a las 9 de la mañana y llegábamos a las 10.30 o las 11.
Solo
encontrábamos por el camino el coche que llevaba la correspondencia. Entonces,
gritábamos: “¡Coche viene…!”.
En la playa,
comíamos y, sobre las 6 de la tarde, volvíamos a casa. Con el abuelo iba el más
pequeño y, los demás, subíamos por el atajo del eucaliptal y le esperábamos en
el pueblo. En la cuesta, avisaba el que iba mirando por el agujero de la serré.
Cantábamos: “La casa del señor cura/nunca la vi como ahora/ventana sobre
ventana”…
Fueron 11.
Amador (en 1912); Dora [Teodora], en 1913; Serapio, en 1914; Uca [Julia], en 1916; Marcelo,
en 1917; Germán, en 1920; Cadio [Arcadio], en 1922; Matías, en 1923; Isto
[Evaristo], en 1924; Andrés, en 1927, y Sito [Luis], en 1932.
La infancia
Iban vestidos
con pantalón corto, para que les diera el sol en las piernas (“Hasta los catorce
años no te ponían pantalón largo”). Unos babys para no mancharse. Y a diario
gastaban botas y medias de sport. Los zapatos, sólo para los domingos. Y
alpargatas casi siempre.
“La infancia
nuestra era estar jugando en las aceras.
Apenas había coches. Jugábamos al marro, a la luz...Todavía no había
bicicletas”. En verano los juegos eran las canicas, el marro, el patinete...
La comida
Siempre se
comía un plato de sopa; unos pocos garbanzos y la carne de cocido, tocino,
chorizo. Y el relleno (huevo batido con pan del día anterior, ajo y perejil)
Todos tenían su sitio en la mesa. Se comía a la 1 y cada uno tenía un trozo de
pan en la mano y un dedo de vino en el vaso. De postre, siempre había naranjas
o manzanas sobre la mesa, en realidad, tres mesas de mármol unidas.
El primer recuerdo (de Germán)
... Cuando tu
padre [Andrés] se quemó con gasolina. Yo (Germán) fui el que traje la
cerilla... Y Marcelo [era su padrino, diez años mayor], el que apagó las
llamas, abrazándole...
Germán no se
atrevió a volver a casa hasta bien entrada la noche.
Mojar la
oreja y frotar ajo
Mojar la
oreja era como tirar el guante. Significaba retar a alguien y el inicio de una
pelea segura. En cuanto a la costumbre de dar ajo a las varas de avellano o de
fresno del maestro, se hacía porque al blandirlas contra alguno de los
desmandados, se quebraban por obra y gracia
del bálsamo de Fierabrás. Aunque había quien decía que untándose ajo en
los dedos, éstos no dolían tanto cuando les golpeaba la silvestre regleta...
La juventud
Las romerías
eran el modo de conocer chicas nuevas. Había romerías en Sierra, en Tanos, en
Bezana... No había otra diversión. La de Mogro era muy popular. Muchas fiestas se celebraban en las boleras. Allí no
había que pagar. En otros lugares, como el Olimpia [Un anuncio de la época: "Grandes
bailes todos los días festivos. Amenizados por selectas orquestas y bandas de
música"], sí que había que pagar
baile.
Cosas de chicos, cosas de chicas
“Las chicas –
Dora y Uca- arreglaban la casa: hacían las camas, daban cera al suelo...y se
encargaban de lavarles la cara y las piernas a los más pequeños”. “Con nosotros
hablaban poco, porque éramos unos críos...”. Por la tarde, salían al balcón, a
coser y a mirar.
Mador [Amador,
el mayor] iba a la estación de Sierrapando casi todos los días con el carro y
el caballo a recoger las mercancías que llegaban por tren. A Germán se lo
llevaba para que contuviera el caballo y no le dejara comerse las bridas porque
“mientras que los burros no se mueven del sitio, los caballos son muy
inquietos; están todo el rato moviéndose”. También se lo llevaba con él cuando
iba a segar, para cargar el verde o llevar el rastrillo.
Serapio despachó poco en la tienda; casi siempre estaba en el escritorio con las cuentas.
Los noviazgos
"Entonces, la vida de una mujer era casarse". Y, para
ello, la imagen era fundamental. “En el cine, cuando se cortaban las
películas, todas las chicas con gafas se
apresuraban a quitárselas para que no las vieran. Eran un handicap muy grande”…
Germán conoció
a Amparín en Requejada, en las fiestas de San José. Tenía 19 años y era muy
delgada. La recuerda con un traje de
chaqueta gris con rayas. Vivía sola con los padres y venía a Torrelavega a aprender costura. Entonces,
el tren costaba 35 céntimos ida, y 45 ida y vuelta.
Los primeros
dos meses, Germán estuvo saliendo con Amparín llevando una carabina. Se veían los domingos (Entonces, sólo se salía los
domingos; los días de labor no se salía) y un día, por fin, Amparín le dijo:
“Este domingo ya salimos solos”. El plan, que era siempre el mismo, consistía
en ir al cine Pereda, dar un par de vueltas por la plaza Mayor, y de regreso a
Requejada. Hasta casi el año, no le dejó cogerle del brazo.
Los jueves,
tras cerrar la tienda, iba en bicicleta de Torrelavega a Requejada para verla
hasta las 20.30 o las 21 horas. Las chicas, entonces, tenían que estar a las 10
en casa. “Me casé con 27 años” (Germán).
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