viernes, 10 de mayo de 2019

HISTORIAS FAMILIARES. DE LOS HERREROS, LIBERANOS DOMINE

Hace ya muchos años, vino el obispo de Santander a visitar una de sus parroquias en Sierrapando. En misa había sólo unos pocos feligreses y cuando pidió explicaciones a su párroco, éste le manifestó, compungido: Es que aquí hay dos familias...Bueno, ¿y quiénes son esas familias? Están los Andreas...Qué pasa con ellos? Ay, señor, de los Andreas, lo que veas... ¿Y la otra familia? Son los Herreros... ¿Y qué hay de malo con ellos? De los Herreros, Liberanos Domine...- cuentan que dijo mientras se santiguaba… “La familia de mi padre eran republicanos, de izquierdas. Aunque nadie tenía carné ni era hombre de partido” (Germán). “Mi padre nunca iba a misa. Pero nosotros estábamos todos bautizados”...

(La mayoría de estos recuerdos proceden de Germán y Marcelo, aunque también hay de otras personas). Gracias a todas.


Dice Cuti, la Tolana, que los prontos vienen de la abuela, de los Hijosa, no de los Herreros. Pero da igual. El caso es que, de repente, montan en cólera, se ponen rojos y parece que les va a dar el esparaván. “Todos tenemos temperamento fuerte”- confirmaba Germán.

A veces me pregunto si no será por eso, por la ira, y no por ser rubios por lo que les llamaban “Los Rojos” en Sierrapando. “A nosotros nos conocía todo el mundo. Como éramos tan rubios...”.

La casa de Sierra (Paseo del Norte, 17)


Cuando la tiran, en  febrero de 2014, desaparece –definitivamente- un trozo de historia. La noticia había salido antes en la prensa: “edificio en ruina”, “centenario”, “dos plantas”, “forma trapezoidal”, “superficie de 178 m2”,  “fuera de ordenación”, “demolición”,  “derribo”, “en la avenida de Bilbao”, “junto al cuartel de la Guardia Civil”…

A la vista quedaron, al quitar los escombros, el hueco de la caja fuerte en el escritorio del abuelo y la puerta de entrada al portal.

Los recuerdos: muchos. “La tienda vieja, antes de la reforma “del mostrador alto”, constaba de dos puertas muy amplias y una media puerta en el frente. Al entrar, se veía un mostrador que hacía codo. Era una tienda mixta de pueblo con barra y mesas. El mostrador en prolongación servía a la vez para el bar y la tienda. El comedor se componía de 4 o 5 mesas de mármol, que se juntaban y se cubrían con un mantel gordo para comer la familia” (contado por Sito).

La huerta (pena no tener una foto...)


Eran unos mil metros cuadrados: se componía de 6 cuadros de dos por dos; el verde donde tendían la ropa y un gallinero cerrado con malla que contenía dos higueras. Cada cuadro estaba cerrado con ladrillos; en cada esquina había un árbol frutal y las matas de fresas rodeaban el cuadro. Se plantaban patatas, alubias, tomates, guisantes, judías verdes… Los frutales, traídos de Mazcuerras, eran briñones, piescos, ciruelas japonesas y claudias. También había manzanos y perales.

Alfredo, todos los días, en cuanto se levantaba, desayunaba y se iba a la huerta. Llevaba un cajón con pienso para las gallinas y recogía la fruta caída del suelo. Le gustaba mucho hacer injertos y no quería que los niños cogieran la fruta porque estropeaban los árboles. Ellos eran los que limpiaban los pasillos de malas hierbas y Marcelo era el que más estaba en la huerta.

Cuidaba los árboles como si fueran hijos. Aplastaba sin misericordia las hormigas que trepaban por el tronco (“no dejaba ni una”) y cuando algún árbol tenía una mancha, le quitaba la roña con una navajita que llevaba siempre  en el bolsillo.

Los padres, Julia y Alfredo


Julia, la madre, se levantaba a las 7 todos los días y se pasaba la jornada lavando la ropa y haciendo la comida. El puchero lo ponía desde las 7 de la mañana a la hora de comer (la una) en la cocina de carbón. Tenía mucho genio y cocinaba muy bien. Cuando vino de Castilla, no sabía cocinar. Le enseñó la abuela: Teodora. Los jueves, había callos (los hacía para las mujeres que bajaban al mercado de Torrelavega desde Vargas y Las Presillas) y pan frito, y todos andaban revoloteando por la cocina a pizcarle un trozo.

El domingo por la tarde, sacaba dos baldes grandes y ponía la ropa en jabón. El lunes, se pasaba todo el día lavando, y para que los dedos no le sangraran, se ataba trapos. Luego, las sábanas (todas las semanas se cambiaban 9 camas), si hacía sol, se echaban “al verde” para que se secaran. Tenía la ayuda de una muchacha que fregaba la tienda y los platos.

Por las mañanas, para que los niños no le estorbaran hasta la hora del desayuno, les subía en un papel los trozos rotos de las cajas de galletas para que se entretuvieran. Porque a esa hora tan temprana ya había parroquianos que iban a que les pusiera la copa o a tomar un café.

No era muy pegona, pero entonces las madres tenían la costumbre de dar pellizcos retorcidos. A las preguntas sobre si podían hacer esto o lo otro, nunca decía ni sí ni no: ¡Díselo a tu padre!- les mandaba...

Alfredo, el padre, era muy serio. “Nunca nos pegó, pero cuando hacías algo malo, sólo te miraba por encima de las gafas. “Yo  muchas veces hubiera preferido que me diera un azote”. En una ocasión, Germán recuerda que estaba jugando en la calle con un balón y, sin darse cuenta, hizo caer a un señor que iba en bicicleta. Entonces, Alfredo salió y con el cuchillo de cortar el bacalao, sin decir una palabra, cortó la pelota por la mitad. Para que no hubiera nuevos accidentes…

Todo el barrio le tenía un respeto terrible. Era muy recto. Nunca riñó con nadie y era el único hermano que se hablaba con todos. “Nunca le oí decir palabrotas. Eso sí: Nunca iba a misa. Pero nosotros estábamos todos bautizados”.

Era muy friolero y todos los días le metían en la cocina de carbón un ladrillo en el horno envuelto con papel de periódico. Lo tenía toda la mañana y a la hora de la siesta se lo subía para calentarse los pies. Siempre estaba con albarcas, en verano y en invierno.

Por la mañana desayunaba chocolate con bizcochos. Se levantaba  a las 9 y entre las once y las doce, se preparaba un ponche (huevo, vino blanco y agua a partes iguales, y azúcar). Para merendar, echaba azúcar a las natas de la leche y se las tomaba.

Hasta que se casó, fue carpintero. Tenía mucho gusto y era tan impecable que no se le veían las junturas de las mesas. Su sentido de humor era más parecido al británico o al catalán: ni ruidoso ni estridente.


(Esta es mi foto favorita de los abuelos, en sus bodas de oro, en 1961. La sonrisa de mi abuela no tiene precio). 

ALGO DE HISTORIA, Por Marcelo
La abuela Teodora
La abuela Teodora quedó viuda con 4 hijos y 3 hijas. Alfredo era de los últimos.

Tenía una taberna donde paraban los carreteros a las 6 de la mañana y tomaban “la parva”, el orujo de Castilla.

A los hijos, les dio un oficio. Dejaron obra por Suances, …

Solía ir en chancletas; Era bigotuda, un poco hombruna…

Tío Joaquín, “el casamentero”

El tío Joaquín tenía un comercio de harinas e iba a Villabermudo,  donde el abuelo Amador, un terrateniente.

Era muy casamentero y se dio cuenta de que el abuelo tenía 5 hijas casaderas, que no iban al campo. Le dijo a Alfredo: “La próxima vez que vaya a Villabermudo, te vienes conmigo”. Y le lio con mi madre (Julia). Dos o tres veces que le vio, y se casó con él.

El abuelo Amador venía de Castilla en verano. Pasaba un mes con cada hija, y siempre quería pagar la estancia. Íbamos con él a Suances, a la playa de La Concha. Salíamos en la serré a las 9 de la mañana y llegábamos a las 10.30 o las 11.


Solo encontrábamos por el camino el coche que llevaba la correspondencia. Entonces, gritábamos: “¡Coche viene…!”.

En la playa, comíamos y, sobre las 6 de la tarde, volvíamos a casa. Con el abuelo iba el más pequeño y, los demás, subíamos por el atajo del eucaliptal y le esperábamos en el pueblo. En la cuesta, avisaba el que iba mirando por el agujero de la serré. Cantábamos: “La casa del señor cura/nunca la vi como ahora/ventana sobre ventana”…

Los hijos de Alfredo y Julia: 9 chicos y 2 chicas


                                  (La foto coloreada es obra de José Luis Yuste)

Fueron 11. Amador (en 1912); Dora [Teodora], en 1913; Serapio, en 1914; Uca [Julia], en 1916; Marcelo, en 1917; Germán, en 1920; Cadio [Arcadio], en 1922; Matías, en 1923; Isto [Evaristo], en 1924; Andrés, en 1927, y Sito [Luis], en 1932.

La infancia

Iban vestidos con pantalón corto, para que les diera el sol en las piernas (“Hasta los catorce años no te ponían pantalón largo”). Unos babys para no mancharse. Y a diario gastaban botas y medias de sport. Los zapatos, sólo para los domingos. Y alpargatas casi siempre.


“La infancia nuestra  era estar jugando en las aceras. Apenas había coches. Jugábamos al marro, a la luz...Todavía no había bicicletas”. En verano los juegos eran las canicas, el marro, el patinete...

La comida

Siempre se comía un plato de sopa; unos pocos garbanzos y la carne de cocido, tocino, chorizo. Y el relleno (huevo batido con pan del día anterior, ajo y perejil) Todos tenían su sitio en la mesa. Se comía a la 1 y cada uno tenía un trozo de pan en la mano y un dedo de vino en el vaso. De postre, siempre había naranjas o manzanas sobre la mesa, en realidad, tres mesas de mármol unidas.

El primer recuerdo (de Germán)

... Cuando tu padre [Andrés] se quemó con gasolina. Yo (Germán) fui el que traje la cerilla... Y Marcelo [era su padrino, diez años mayor], el que apagó las llamas, abrazándole...
Germán no se atrevió a volver a casa hasta bien entrada la noche.

Mojar la oreja y frotar ajo

Mojar la oreja era como tirar el guante. Significaba retar a alguien y el inicio de una pelea segura. En cuanto a la costumbre de dar ajo a las varas de avellano o de fresno del maestro, se hacía porque al blandirlas contra alguno de los desmandados, se quebraban por obra y gracia  del bálsamo de Fierabrás. Aunque había quien decía que untándose ajo en los dedos, éstos no dolían tanto cuando les golpeaba la silvestre regleta...

La juventud

Las romerías eran el modo de conocer chicas nuevas. Había romerías en Sierra, en Tanos, en Bezana... No había otra diversión. La de Mogro era muy popular. Muchas  fiestas se celebraban en las boleras. Allí no había que pagar. En otros lugares, como el Olimpia [Un anuncio de la época: "Grandes bailes todos los días festivos. Amenizados por selectas orquestas y bandas de música"], sí que había que pagar baile.


Cosas de chicos, cosas de chicas

“Las chicas – Dora y Uca- arreglaban la casa: hacían las camas, daban cera al suelo...y se encargaban de lavarles la cara y las piernas a los más pequeños”. “Con nosotros hablaban poco, porque éramos unos críos...”. Por la tarde, salían al balcón, a coser y a mirar.


Mador [Amador, el mayor] iba a la estación de Sierrapando casi todos los días con el carro y el caballo a recoger las mercancías que llegaban por tren. A Germán se lo llevaba para que contuviera el caballo y no le dejara comerse las bridas porque “mientras que los burros no se mueven del sitio, los caballos son muy inquietos; están todo el rato moviéndose”. También se lo llevaba con él cuando iba a segar, para cargar el verde o llevar el rastrillo.

Serapio despachó poco en la tienda; casi siempre estaba en el escritorio con las cuentas.

Los noviazgos

"Entonces, la vida de una mujer era casarse". Y, para ello, la imagen era fundamental. “En el cine, cuando se cortaban las películas,  todas las chicas con gafas se apresuraban a quitárselas para que no las vieran. Eran un handicap muy grande”…

Germán conoció a Amparín en Requejada, en las fiestas de San José. Tenía 19 años y era muy delgada. La recuerda con  un traje de chaqueta gris con rayas. Vivía sola con los padres y venía a Torrelavega a aprender costura. Entonces, el tren costaba 35 céntimos ida, y 45 ida y vuelta.

Los primeros dos meses, Germán estuvo saliendo con Amparín llevando una carabina. Se veían los domingos (Entonces, sólo se salía los domingos; los días de labor no se salía) y un día, por fin, Amparín le dijo: “Este domingo ya salimos solos”. El plan, que era siempre el mismo, consistía en ir al cine Pereda, dar un par de vueltas por la plaza Mayor, y de regreso a Requejada. Hasta casi el año, no le dejó cogerle del brazo.


Los jueves, tras cerrar la tienda, iba en bicicleta de Torrelavega a Requejada para verla hasta las 20.30 o las 21 horas. Las chicas, entonces, tenían que estar a las 10 en casa. “Me casé con 27 años” (Germán).

Carmen Martín Gaite escribe en Usos amorosos de la posguerra española: “En todas las ciudades españolas existía una calle principal o una plaza mayor donde, a horas fijas, tenía lugar la ceremonia, hoy en desuso, del paseo. De una a dos y de nueve a diez…”. 

RELATOS FAMILIARES "ficcionados"


https://ficcionesdeloreal.blogspot.com.es/2013/04/dorita.html. RELATOS FAMILIARES. Dorita y la quina Santa Catalina.


https://ficcionesdeloreal.blogspot.com.es/2013/03/mi-padre-tambien-fue-un-nino-de-la.html. RELATOS FAMILIARES. Mi padre también fue un niño de la guerra.







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