Como me estaba
poniendo como una bola e iba a echar
a rodar en cualquier instante, este año tomé una drástica decisión: tienes que
ir a la piscina.
¡Eso sí! Yo
siempre con calma... No se trataba de que me hiciera largos a diestro y
siniestro. Eso me aburre mucho y, además, es muy cansado. También sabía que no
era carne de gimnasio, de bicicletas estáticas y bancos de remo. Nunca me han
gustado las flexiones ni hacer series de abdominales. Pero nadar en plan Esther
Williams siempre me ha parecido maravilloso. Y además, floto tan bien... Incluso
en vertical. Este es un don. La monitora me ha aclarado después que eso se debe
a que tengo la grasa “muy bien repartida” (no a que esté gorrrda). Vamos, que
-como decía Xavier Domingo sobre Marilyn Monroe- tengo las celulitis “muy bien
puestas”.
Así, el
primer día laborable de enero, cogí mi bolsa de rayas marineras; metí un
albornoz verde que aún no me había conseguido poner en casa; añadí las
chancletas del verano, mi gorro de la piscina municipal y un traje de baño
nuevecito que me sentaba como anillo al dedo
(bueno, sería más realista decir como un guante a una ballena), y me
dispuse a pagar la primera mensualidad para
así verme obligada y que no me diera pereza asistir.
Como buena
novata con deseos de aprender, yo lo iba preguntando todo... o leyéndolo todo.
Me leí cada papel del corcho sobre normas, los beneficios piscinícolas, las pérdidas de calorías (quinientas en cada sesión;
no estaba nada mal)... y las clases de aqua-gym, que se daban tres veces al
día, y eran gratis para los socios. Y entre casilleros y escaleras, por fin llegué a la piscina. No era muy
grande: cuatro calles y unos veinticinco metros de largo. Para mí, suficiente.
Mientras nadaba con calma, muy a lo Johnny Weissmuller, veía a mi derecha a
gente subiéndose a camas de agua con burbujas o poniendo sus cuellos o lumbares
al socaire de cascadas o chorros más
bien fuertecillos.
El primer día
creo que solo nadé y observé. Pero el segundo, me dije: ¡A por todas! Y acudí a
la clase de aqua-gym de las mañanas. Era la clase de las señoras... de la
tercera edad. La mayor, que estaba aprendiendo a nadar, tenía 74 años. Y se
quejaba porque yo era el primer día que iba... y todo lo hacía bien. Fue muy
divertido. Nos pusimos aros de gomaespuma y, la verdad, no os podéis imaginar
la cantidad de cosas que se pueden hacer con ellos: sentarte encima,
sumergirlos, arrastrar agua... Todo con el objetivo de fortalecer nuestros
brazos, nuestras piernas, nuestras tripitas, y nuestros glúteos... que pese a
lo que pensaba una amiga mía, no están en la garganta. (Merchita, esos son los
ganglios…).
Un
descubrimiento: al mes, mi traje de baño estaba casi desintegrado. Primero, se
había dado de sí. Luego, se quedó transparente. Fue mi primera lección
piscinícola: el cloro (de la piscina) se come la licra (del bañador).
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