lunes, 4 de marzo de 2013

AHORA HAGO AQUAGYM



Como me estaba poniendo como una bola e iba a echar a rodar en cualquier instante, este año tomé una drástica decisión: tienes que ir a la piscina.

¡Eso sí! Yo siempre con calma... No se trataba de que me hiciera largos a diestro y siniestro. Eso me aburre mucho y, además, es muy cansado. También sabía que no era carne de gimnasio, de bicicletas estáticas y bancos de remo. Nunca me han gustado las flexiones ni hacer series de abdominales. Pero nadar en plan Esther Williams siempre me ha parecido maravilloso. Y además, floto tan bien... Incluso en vertical. Este es un don. La monitora me ha aclarado después que eso se debe a que tengo la grasa “muy bien repartida” (no a que esté gorrrda). Vamos, que -como decía Xavier Domingo sobre Marilyn Monroe- tengo las celulitis “muy bien puestas”.

Así, el primer día laborable de enero, cogí mi bolsa de rayas marineras; metí un albornoz verde que aún no me había conseguido poner en casa; añadí las chancletas del verano, mi gorro de la piscina municipal y un traje de baño nuevecito que me sentaba como anillo al dedo  (bueno, sería más realista decir como un guante a una ballena), y me dispuse a pagar la primera mensualidad para  así verme obligada y que no me diera pereza asistir.

Como buena novata con deseos de aprender, yo lo iba preguntando todo... o leyéndolo todo. Me leí cada papel del corcho sobre normas, los beneficios piscinícolas, las pérdidas de calorías (quinientas en cada sesión; no estaba nada mal)... y las clases de aqua-gym, que se daban tres veces al día, y eran gratis para los socios. Y entre casilleros y escaleras,   por fin llegué a la piscina. No era muy grande: cuatro calles y unos veinticinco metros de largo. Para mí, suficiente. Mientras nadaba con calma, muy a lo Johnny Weissmuller, veía a mi derecha a gente subiéndose a camas de agua con burbujas o poniendo sus cuellos o lumbares al socaire de cascadas  o chorros más bien fuertecillos.

El primer día creo que solo nadé y observé. Pero el segundo, me dije: ¡A por todas! Y acudí a la clase de aqua-gym de las mañanas. Era la clase de las señoras... de la tercera edad. La mayor, que estaba aprendiendo a nadar, tenía 74 años. Y se quejaba porque yo era el primer día que iba... y todo lo hacía bien. Fue muy divertido. Nos pusimos aros de gomaespuma y, la verdad, no os podéis imaginar la cantidad de cosas que se pueden hacer con ellos: sentarte encima, sumergirlos, arrastrar agua... Todo con el objetivo de fortalecer nuestros brazos, nuestras piernas, nuestras tripitas, y nuestros glúteos... que pese a lo que pensaba una amiga mía, no están en la garganta. (Merchita, esos son los ganglios…).

Un descubrimiento: al mes, mi traje de baño estaba casi desintegrado. Primero, se había dado de sí. Luego, se quedó transparente. Fue mi primera lección piscinícola: el cloro (de la piscina) se come la licra (del bañador).




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