El otro día
estaba leyendo un libro que se titula Los
niños de la guerra y, de repente, me di cuenta de que mi padre ¡era también
un niño de la guerra!
Cuando
nuestra guerra estalló, en julio del 36, mi padre tenía ocho años
y acababa de irse a Asturias para hacer un intercambio con una prima suya
porque él quería aprender guitarra apasionadamente.
Su madre –viéndole
simular que tocaba el instrumento con un palo a la menor oportunidad- decidió
enviarle a aprender solfeo con Socorrito, una amiga de la familia que, más
tarde, conocería a Narciso Yepes.
Allí estuvo,
en Salas, Asturias, hasta agosto de 1937, fecha en la que su hermano Amador fue a
buscarlo en un camión. Mi padre recuerda que, para volver, dieron una vuelta muy grande por León,
Palencia... y que, por esos caminos intrincados de la montaña, echó la pota con todas sus ganas.
Sobre la
guerra, no recuerda haber visto muertos, pero sí los heridos que llevaban al
hospital (todos los niños acudían en cuanto se enteraban de que venían las
ambulancias) y también recuerda como “los rojos” se llevaron un día al médico
del pueblo -don Mario-, “solo porque iba a misa”.
Sus primas
mayores, Ángeles y Sabinita, -entonces joseantonianas- fueron requisadas para
fregar en el hospital. Y a su tía, todos
los días le hacían freír en casa cientos de chuletas para dar de comer a los
milicianos.
Por eso,
cuando se enteraron de que iban a entrar en el pueblo las tropas de Franco,
huyeron por las montañas más allá del Viso para que los rojos no se las llevaran con ellos de retirada.
Mi padre
recuerda esos tiempos como una época de libertad: iban a bañarse solos al río,
a la finca llena de frutales de un amigo que tenía una ferretería junto a la
pastelería de sus tíos; a ver a los heridos que traían en camilla de la
batalla; a recoger latas de comida y balas que los grupos de hombres armados
dejaban abandonadas cuando iban al frente de Oviedo...
Sin ser conscientes
del peligro, vaciaban la pólvora y hacían regueros que luego prendían con una
cerilla. También arrojaban los percutores a las hogueras para que estallaran, o
les tiraban una piedra encima. Otras veces, cogían las granadas de mano
mientras veían en el fondo de las aguas cristalinas del río pistolas y
carabinas. Tuvieron suerte: nunca les pasó nada ni hubo ningún accidente que
los hiciera volar por los aires como se ha visto luego en otras guerras.
Al entrar
“los nacionales”, mi padre, quizá influido por las leyendas de la zona sobre
las moras de tiempos de la
Reconquista que habitaban las cuevas del lugar, se acercaba a
los moros de Franco a pedirles oro: “Dame una sortija o algo de oro” -imploraba,
como si fueran los opulentos personajes de “Las mil y una noches”. De ellos le
chocó su manera de lavar la ropa en el río: en vez de darle jabón y frotarla
con los puños –como hacían las lavanderas de entonces- la pisaban con los pies,
para quitarle la suciedad, y luego la aclaraban y la volvían a pisar.
Cuando, por
fin, llegó a casa, mi padre tenía un acento asturiano tan cerrado que -la
familia- apenas conseguía entenderle.
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