lunes, 18 de marzo de 2013

MI PADRE TAMBIÉN FUE UN "NIÑO DE LA GUERRA"



El otro día estaba leyendo un libro que se titula Los niños de la guerra y, de repente, me di cuenta de que mi padre ¡era también un niño de la guerra!

Cuando nuestra guerra estalló,  en julio del 36, mi padre tenía ocho años y acababa de irse a Asturias para hacer un intercambio con una prima suya porque él quería aprender guitarra apasionadamente.

Su madre –viéndole simular que tocaba el instrumento con un palo a la menor oportunidad- decidió enviarle a aprender solfeo con Socorrito, una amiga de la familia que, más tarde, conocería a Narciso Yepes.

Allí estuvo, en Salas, Asturias, hasta agosto de 1937, fecha en la que su hermano Amador fue a buscarlo en un camión. Mi padre recuerda que, para volver,  dieron una vuelta muy grande por León, Palencia... y que, por esos caminos intrincados de la montaña, echó la pota con todas sus ganas.

Sobre la guerra, no recuerda haber visto muertos, pero sí los heridos que llevaban al hospital (todos los niños acudían en cuanto se enteraban de que venían las ambulancias) y también recuerda como “los rojos” se llevaron un día al médico del pueblo -don Mario-, “solo porque iba a misa”.

Sus primas mayores, Ángeles y Sabinita, -entonces joseantonianas- fueron requisadas para fregar en el hospital. Y a su tía,  todos los días le hacían freír en casa cientos de chuletas para dar de comer a los milicianos.

Por eso, cuando se enteraron de que iban a entrar en el pueblo las tropas de Franco, huyeron por las montañas más allá del Viso para que los rojos no se las llevaran con ellos de retirada.

Mi padre recuerda esos tiempos como una época de libertad: iban a bañarse solos al río, a la finca llena de frutales de un amigo que tenía una ferretería junto a la pastelería de sus tíos; a ver a los heridos que traían en camilla de la batalla; a recoger latas de comida y balas que los grupos de hombres armados dejaban abandonadas cuando iban al frente de Oviedo...

Sin ser conscientes del peligro, vaciaban la pólvora y hacían regueros que luego prendían con una cerilla. También arrojaban los percutores a las hogueras para que estallaran, o les tiraban una piedra encima. Otras veces, cogían las granadas de mano mientras veían en el fondo de las aguas cristalinas del río pistolas y carabinas. Tuvieron suerte: nunca les pasó nada ni hubo ningún accidente que los hiciera volar por los aires como se ha visto luego en otras guerras.

Al entrar “los nacionales”, mi padre, quizá influido por las leyendas de la zona sobre las moras de tiempos de la Reconquista que habitaban las cuevas del lugar, se acercaba a los moros de Franco a pedirles oro: “Dame una sortija o algo de oro” -imploraba, como si fueran los opulentos personajes de “Las mil y una noches”. De ellos le chocó su manera de lavar la ropa en el río: en vez de darle jabón y frotarla con los puños –como hacían las lavanderas de entonces- la pisaban con los pies, para quitarle la suciedad, y luego la aclaraban y la volvían a pisar.

Cuando, por fin, llegó a casa, mi padre tenía un acento asturiano tan cerrado que -la familia- apenas conseguía entenderle. 

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