Ayer mi tía me sacó por primera vez de paseo en la sillita. ¡Qué torpe! Cada dos por tres pateaba las ruedas y se chocaba contra todos los bordillos. ¿Es que no calculas...? –me preguntaba yo para mis adentros mientras intentaba, sin éxito, echar una cabezadita.
La verdad es que el paseo fue un horror; parecía que íbamos de rally: adoquines, suelos rugosos, el sol me daba en la cara... ¿Pero es que no se da cuenta...? Y yo, aguantando, como un bebé resignado. Lo cierto es que me daba pena. Cada vez que se chocaba contra el bordillo, pedía perdón y quería evitarme todas las molestias, poniéndose delante del sol o llevándome de espaldas, pero a veces -claro- era inevitable. En un momento dado, intentó abrir la sombrilla, pero entre el viento y todo el mecanismo, pronto se dio por vencida. Yo le notaba que sufría y casi quería coger el carro en volandas en los tramos malos. Vamos, que si hubiera podido hacer magia, habría puesto alas a las ruedas. Así que tendré que disculparla por ser novata.
Cuando volvíamos, me empecé a sentir mal de la tripa y a
hacer pucheros. ¿Qué hago? – se preguntaba toda nerviosa, rebuscándose en los
bolsillos, después de haber mirado en la bolsa del coche: ¡Vaya! Si no hay
ningún juguete. Al final, encontró las llaves de su casa y toda la vuelta se la
pasó agitándolas delante de mi cara. Yo creo que pensó que me había
hipnotizado. Como mamá le habrá dicho que cuando lloro sin consuelo, ponerme
delante de los imanes de la nevera me calma, seguro que ha creído que esto es
lo mismo...
Unos días después, mientras mamá se iba un rato a la
piscina, me quedé en casa de la tía. Cuando me desperté, primero, como siempre,
balbuceé unas palabras; luego, puse mi vista en el oso despelucado al que le
salen hilos por todas partes. Pero, en seguida, empecé a mirar por aquí y por
allá y me di cuenta de que no estaba en mi casa. Entonces, no sé, me entró una
pena muy honda: ¿me habría abandonado mi madre...? Y empecé a llorar, primero
suavecito, y luego, a grito pelado. Mi tía no sabía qué hacer: movió el
cochecito, me cogió en brazos y me paseó por toda la casa. Nos sentamos en la
mecedora, en el baño, en la cocina...
yo, cada vez más inconsolable... Y mi tía, cada vez más desconsolada.
Pero, hija, ¡que los vecinos van a creer que te estoy matando!
Intentó el truco de la nevera, pero ni por esas. No eran mis
móviles de zanahorias y peras, sino unas vacas planas que intentaban esconder
los desconchones de la pintura. Yo ya estaba roja, llena de mocos, babas y
lágrimas, y a mi tía, sólo le faltaba hacer el pino. Menos mal que entonces
vino mamá. Yo ya era un hipido
constante. Mamá, que ya sabe de qué va esto, primero me quitó el abrigo:
que me estaba asando. Luego, me dio teta, a ver si era hambre. Y como aún
suspiraba, dijo: debe ser la tripa. Así que, me metió otra vez en mi buzo y nos
salimos a la calle a pasear, que es donde de verdad se me quitan todos mis
males.
No sé si mi tía se recuperará del mal trago. Igual ya no
acepta tenerme otro día. Aunque, para ser justos, en cuanto me acostumbre a su
casa, ya no extrañaré la mía. Será un paso más hacia mi independencia...
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