jueves, 3 de febrero de 2022

MI PROFESOR DE TAI-CHI NO ES CHINO


Mi profesor de taichi no es chino, pero podría serlo. Lleva el pelo muy corto: bueno, casi al cero. Yo no sé cómo lo aguanta en invierno. El otoño pasado me lo corté a lo chico, y por las mañanas, se me cristalizaban los cartílagos de las orejas y se me congelaban las meninges.

Cuando estás a su lado,  irradia serenidad. Nunca lo he oído gritar ni reírse a carcajadas (yo creo que no sabe). Y, a veces, incluso le tengo que pedir que vocalice, porque habla tan bajito que no le oigo.

Al entrar en  el recinto de la clase -un espacio corrido con un espejo y alfombra de arpillera- es como si lo hicieras en un rincón mágico donde el tiempo se hubiera detenido: un “círculo de tiza” de la danza o de los druidas.

El taichi suelen definirlo como “meditación en movimiento”, pero a mí me gusta una frase más poética: “el arte del boxeo de las sombras”: me parece que tiene más que ver con la lentitud y lo etéreo. Hay un refrán popular que dice que quien practique taichi de forma habitual llegará a tener “la flexibilidad de un niño, la salud de un leñador y la paz de espíritu de un sabio”.

No importa que uno sea un pato mareado o que haya sacado un cero en  psicomotricidad  cuando era pequeño. Lo importante es  la paciencia y la perseverancia. No tener prisa porque todo  salga perfecto desde el primer día, e ir encontrando poco a poco el propio ritmo interior.

Como cualquier deporte o actividad, no le va a todo el mundo, claro: hay quien se cansa de la lentitud, quien necesita algo más agresivo, con más garra; hay quien prefiere soltar adrenalina pegando o marcando... o haciendo aerobic.

También se tienen agujetas, pero yo suelo decir que son agujetas dulces porque no se trata de  los  pinchazos por haber hecho ochenta flexiones seguidas, sino de  unos suaves alfileres que indican que hemos movido la mayoría de nuestros seiscientos músculos y que se han despertado entre bostezos después de ¡siglos! de inactividad. Y uno suda de verdad, como un pollo; sobre todo cuando somos fuego. ¡Que nadie se crea que aquí no se trabaja!...

De todas formas, a mí lo que más me gusta es cuando cogemos la manta y la piedra para meditar, y nos colocamos en horizontal. En el banco, de rodillas, los que no estamos muy duchos en esto de despegarnos del mundo, empezamos a  sentir que se nos duermen los pies, y perdemos la concentración. O los bostezos contenidos en vertical  acaban inundándonos por completo de sopor y  de ganas de dormir.

En taichi siempre se descubre algo nuevo: cuando crees, por ejemplo,  que ya eres una libélula, te das cuenta de que no cambiabas bien los pesos de las piernas o de que te estirabas excesivamente. Nunca se acaba de aprender y de perfeccionarse.

Otra máxima es educarse en la resistencia y seguir aguantando y respirando a pesar del dolor; aunque -y pese a que lo diga mi profesor- no es verdad que respirando más profundo se te quite o lo sientas menos. Quizá algún día...

 

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