Mi profesor
de taichi no es chino, pero podría serlo. Lleva el pelo muy corto: bueno, casi
al cero. Yo no sé cómo lo aguanta en invierno. El otoño pasado me lo corté a lo chico, y por las mañanas, se me
cristalizaban los cartílagos de las orejas y se me congelaban las meninges.
Cuando estás
a su lado, irradia serenidad. Nunca lo
he oído gritar ni reírse a carcajadas (yo creo que no sabe). Y, a veces,
incluso le tengo que pedir que vocalice, porque habla tan bajito que no le
oigo.
Al entrar
en el recinto de la clase -un espacio
corrido con un espejo y alfombra de arpillera- es como si lo hicieras en un
rincón mágico donde el tiempo se hubiera detenido: un “círculo de tiza” de la
danza o de los druidas.
El taichi
suelen definirlo como “meditación en movimiento”, pero a mí me gusta una frase
más poética: “el arte del boxeo de las sombras”: me parece que tiene más que
ver con la lentitud y lo etéreo. Hay un refrán popular que dice que quien
practique taichi de forma habitual llegará a tener “la flexibilidad de un niño,
la salud de un leñador y la paz de espíritu de un sabio”.
No importa
que uno sea un pato mareado o que
haya sacado un cero en
psicomotricidad cuando era
pequeño. Lo importante es la paciencia y
la perseverancia. No tener prisa porque todo
salga perfecto desde el primer día, e ir encontrando poco a poco el
propio ritmo interior.
Como
cualquier deporte o actividad, no le va a todo el mundo, claro: hay quien se
cansa de la lentitud, quien necesita algo más agresivo, con más garra; hay
quien prefiere soltar adrenalina pegando o marcando...
o haciendo aerobic.
También se
tienen agujetas, pero yo suelo decir que son agujetas dulces porque no se trata de los
pinchazos por haber hecho ochenta flexiones seguidas, sino de unos suaves alfileres que indican que hemos movido
la mayoría de nuestros seiscientos músculos y que se han despertado entre
bostezos después de ¡siglos! de inactividad. Y uno suda de verdad, como un
pollo; sobre todo cuando somos fuego.
¡Que nadie se crea que aquí no se trabaja!...
De todas
formas, a mí lo que más me gusta es cuando cogemos la manta y la piedra para meditar,
y nos colocamos en horizontal. En el banco, de rodillas, los que no estamos muy
duchos en esto de despegarnos del mundo, empezamos a sentir que se nos duermen los pies, y
perdemos la concentración. O los bostezos contenidos en vertical acaban inundándonos por completo de sopor
y de ganas de dormir.
En taichi
siempre se descubre algo nuevo: cuando crees, por ejemplo, que ya eres una libélula, te das cuenta de
que no cambiabas bien los pesos de las piernas o de que te estirabas
excesivamente. Nunca se acaba de aprender y de perfeccionarse.
Otra máxima
es educarse en la resistencia y seguir aguantando y respirando a pesar del
dolor; aunque -y pese a que lo diga mi profesor- no es verdad que respirando
más profundo se te quite o lo sientas menos. Quizá algún día...
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