Ya
entonces tenía por costumbre, cuando no salía a la montaña, irme a pasear por
la ciudad. Siempre he dicho que, de escribir algún día mis memorias, estas se
llamarían “Andar es vivir”…
He
aquí el testimonio de unos paseos realizados en los años 80, cuando vivía en el
barrio de Chamberí. Una pena no tener apenas fotos para refrendar la realidad
de aquella época…
Septiembre
de 1985
La
calle San Bernardo hasta la Gran Vía es una bajada llena de
cultura.
En un banco de la glorieta,
una anciana lee con fruición la revista Aventura.
¿Será su modo de matar las horas de tedio, viajando con la imaginación…?
Más abajo, uno puede ir de
librería en librería como una pelota de pinpon. Huelen a rancio y a polvo y alguna se convierte durante unas horas en
tertulia de boticas prodigiosas.
Los solares vacíos o los
inmuebles con tablones en las ventanas, enfrentándose a la decrepitud, dan
pena. Yo obligaría a restaurarlos o a desprenderse de ellos. ¡Expropiación
forzosa! Nadie tiene derecho a dejar perderse paredes con tantos recuerdos.
Llegar a la Gran Vía es
enfrentarse con el aturullamiento y la gente que anda deprisa en tu contra. En
las terrazas, propios y extraños toman leche merengada o copas de helado,
comentando las vestimentas de los que pasan. ¡Mira que no habrá sitios más
tranquilos donde investigar al personal…!
Dejando atrás Callao, en el
empiece de Fuencarral, está mi sedería-pañería favorita: La Red de San Luis.
Solo para mirar, claro, porque tiene precios prohibitivos; pero es volver a los
tiempos de los trajes a medida y de los sastres con el metro al cuello y las
tijeras en la mano.
Enfrente del edificio
Metrópolis un pintor recoge al óleo toda la vista que los curiosos podrán luego
contemplar en la sala de alguna exposición (porque no parece un pintorcillo de
tres al cuarto, no…).
Cambiando
de zona, el cuadrilátero entre Martínez Campos, el Paseo de la
Castellana, Génova y Santa Engracia, es un sitio tranquilo. Los árboles, aún
con hojas, sombrean los primeros pisos.
Hoy, domingo, los bancos y
las aceras parecen acoger más pobres que nunca, esperando que abra la cocina
económica.
Metiéndose más adentro, a
veces solo se oyen pájaros y se siente la brisa fresca de septiembre, que
levanta dolor de cabeza.
Con las Embajadas, cada una
con su personalidad -luminosa la de Suecia, como una aurora boreal- y las
restauraciones de antiguos palacios con gabletes venecianos, todo tiene un aire
señorial.
En un portal se ve una
hornacina con la virgen junto a una luz encendida, y la calle Españoleto, sin
árboles, casi parece de pueblo.
Es curioso cómo se mezclan
las cosas: calles dormidas con otras agitadas; el edificio sin gusto de la casa
rosa de Monte Esquinza y el taller artesanal de la joyería El brillo de las estrellas, o la remozada plaza de Chamberí,
refugio de palomas que, más que plaza, parece sótano, con esos arcos que
impiden ver la configuración general. Ahora dicen que van a hacer un puente
para cruzar de un lado a otro “del foso”. Es que hay algunos arquitectos que
habría que colgarlos por los pies…
Paseando
por el distrito de Arganzuela (otoño 1986)
Con esa luz especial de
septiembre, menos rotunda, y en medio de ráfagas de viento, el distrito de
Arganzuela es un puro ruido.
En el aire se confunden las
trepidaciones procedentes de hormigoneras, excavadoras y picadores de piedra,
que se afanan en la reestructuración del barrio.
“Rehabilitación del antiguo
mercado de pescados”, se lee en uno de los carteles informativos del Mopu, como
diciendo: “Disculpen las molestias”.
Los ancianos aprovechan el
sol sentados en los bancos de la glorieta, observando el tráfico -ese camión de
bomberos trasnochado tocando la sirena-, y haciendo sus comentarios: -¿Ves el
humo…? -Yo no veo nada. Desde que me operaron de cataratas…Miradas perdidas,
silencios. Todo un mundo de soledad.
La Ribera de Curtidores, calle
principal de El Rastro, es hoy, día de labor, una amplia avenida por donde uno
podía andar cómodamente mientras era observado por todos los feriantes que, en
la parte baja, componen chatarrerías y chamarilerías. Puertas, rejas de hierro,
frentes de armarios, estatuillas de jardín y cientos de cachivaches sin forma,
pudriéndose con las inclemencias del tiempo, se sucedían calle arriba.
“¡Venga, chicas, que estoy
liquidando!- decía el propietario de un puesto de jerseys, ya cerca del héroe
de Cascorro.
En la bajada de Embajadores,
coexisten un bar “Siglo XXI”, lo menos futurista que uno pueda imaginarse, con
carteles de corridas de toros antiguas pegadas en los cristales, y un salón de
peluquería que anuncia sus excelencias: “lociones del país”, para el cliente
sin demasiadas aspiraciones, y “extranjeras”, para el esnob en busca de nuevas
fragancias.
El Mesón de Paredes es, a
las 12.30 h, un deleite para los sentidos, con ese olor a choricillo y a
boquerones fritos. Y la casa de vecindad recién pintada, limpia como los
chorros del oro, frente al teatro Lavapiés y a una iglesia sin cúpula, hace
apretar el botón de su Kodak instamatic a un grupo de extranjeros.
EL
TRAPECIO MÁS BONITO DEL MUNDO
Este domingo el lugar
elegido es el cuadrilátero comprendido entre las calles Eloy Gonzalo,
Fuencarral, Sagasta y Santa Engracia. La plaza de Olavide y la calle Trafalgar
dividen en dos mitades la parte más bonita, más auténtica -para mí-, de la más
desnuda, la más pobre -estéticamente hablando.
La zona es popular y los
antiguos oficios se dan cita entre el olor a madera y el sonido de las
campanas, que hace a pueblo castellano o montañés. Es una pena que muchos
establecimientos pongan persianas de hierro sin dejar ver el escaparate y, lo
es más, los que se han pasado a esos rótulos modernos, sin imaginación y en
colores brillantes, todos iguales. [Sergio del Molino escribirá, muchos años
después, que “Un país son sus buzones, sus papeleras, sus tipografías de
carteles, sus señales de tráfico y su forma de pintar las calles”. Estoy de
acuerdo.]
Pero aún quedan muestras sin
cuento, algunas despintadas y con carcoma en la madera: vaquerías o granjas;
fábricas de churros, buñuelos o patatas fritas en bolsas de papel con el sello
de la casa, o la fábrica de azulejos de la calle Castillo con su letrero
esmaltado. También se leen oficios y actividades que ya han pasado de moda en otras
partes de España: pulidor-niquelador. Un almacén de huevos, muy blanco, con sus
tarimas de mármol, casi inglés. Y los bazares, esos sitios de juguetes mil:
caretas, monederos con lentejuelas, que todas hemos tenido, pendientes de
gitana, pulseras de plástico, y las innovaciones de la moda y la técnica:
cochecitos sofisticados, muñecas, disfraces y madelmans.
Mirando las casas hacia
arriba, a los balcones últimos, las chimeneas o las antenas de televisión, se
ve que Madrid se remodela: se repintan fachadas, se rehacen
balcones…”Rehabilitación de edificios”- que se llama. Quizá sea por obra de los
créditos.
A pesar de todo, no se puede
evitar ver el contraste de algunas aberraciones nacidas entre dos bloques de
casa fantásticos y estilosos o la ruina de otros por la despreocupación de sus
dueños, que los dejan caerse de viejos, quizá producto de alguna desavenencia
familiar. O aquellas edificaciones que nacieron lisas, libres de toda
ostentación (entendiendo por ello no ya una solana o una terraza acristalada,
sino un miserable balcón. Yo obligaría a que todos los primeros pisos, al
menos, dispusieran de ellos, para que los paseantes no nos mojemos cuando
llueve…).
Subiendo de Bilbao hacia
Olavide, me encandilan la fábrica de espumosos, gaseosas y jarabes El gallo, y los tacones de plástico en
el escaparate del zapatero, en espera de ser recubiertos de ricos materiales.
La droguería Satán, junto a una iglesia evangélica, me produce escalofríos con
sus mixturas y sus frascos de cristal.
Ya cerca de casa, me
sorprenden las coplas improvisadas de un avispado gitano metido a melonero: “Si
no quieren ya melones, el melonero se va”… Mientras paso a su lado, le oigo
comentar a una cliente emperifollada: “Los pobres arrieros no tenemos la culpa
de lo que pasa con los fruteros”… (Son días de huelga en la plaza de abastos,
el mercado de Alonso Cano).
DE
SANTA ENGRACIA A CUATRO CAMINOS ¿1988/9?
De Santa Engracia a Cuatro
Caminos, uno se encuentra con el Canal de Isabel II, con piscina incluida, y
cuya torre acoge ahora exposiciones acerca de la Guerra Civil Española.
El antiguo Hospital de
Jornaleros de Ríos Rosas es un mercadillo de minerales- creo leer. Luego, al
pasar justo por delante, veo que es la Escuela Técnica Superior de Ingenieros
de Minas -que suena mucho mejor.
Morejón es una calle que
parece callejón, con patios húmedos, lo mismo que la calle Vargas. En Ponce de
León hay una almoneda y una casa mora que hace esquina. Luego, una granja
santanderina con azulejos blancos y un lavabo de los de antes. Se venden telas
al peso entre Bretón y Alonso Cano, y el café-bar Numancia, de tono popular,
contrasta con el Mylord, que debe ser carísimo, a juzgar por su estética.
Llego a la conclusión de que
la calle Modesto Lafuente me parece fea, monótona. Y me paso a Bretón de los
Herreros, con una tienda “pluriempleada”, cacharrería y cambio de novelas, a la
vez. Entre el negro de un almacén de carbones, destacan plantas colgadas del
techo. En otras carbonerías, se ven espejos y otros utensilios que parecen
desentonar entre tanta negritud.
En Casarrubuelos, hay un
edificio de forjas y una degustación de café. La travesía de Andrés Mellado,
junto al mercado de Guzmán el Bueno, conserva casas de dos alturas de las de
los pueblos, apabulladas por los edificios de pisos que las rodean. Declaro mi
preferido el edificio del número 96 de Fernández de los Ríos y me deleito ante
el escaparate de productos gallegos y asturianos de la calle Fernando el
Católico.
¡Qué pena que el que fuera
centro gráfico artístico en 1925 y taller de fotograbado, sea ahora solo un
desafío a los tiempos modernos!.... Y otra vez las dobles profesiones para
sobrevivir: vidriero y fontanero…
La calle Monteleón, entre
San Bernardo y Fuencarral, me parece un sitio ideal para alquilar un piso: con
esas tabernas y la vaquería Obregón y su saborío pueblerino.
Entre
Fuencarral y Hortaleza, en la calle Larra, están los locales del
antiguo diario Arriba. En la calle Beneficencia, un solar de tapia alta y
hiedra. Hay un hostal con el letrero “habitaciones con ducha” y en la calle San
Joaquín se alinean la pastelería La Criolla, la taberna La ruta y una vaquería preciosa.
En un almacén de carbones, la estampa chocante de la Virgen del Pilar, un
espejo y plantas para alegrar tanta negrura.
BAJANDO
AL MADRID DE LAS TERTULIAS
El domingo es un día
magnífico para pasear: La gente se levanta tarde y solo algunos tempraneros aprovechan para
echar la parrafada en el quiosco o en la panadería.
Por la calle de Alcalá se
ven a estas horas algunas parejas que se desplazan de los pueblos a pasar un
día en la Villa y Corte. Llevan en las manos las bolsas de la comida o, quizá, un
regalo para el nieto.
En una pastelería, fundada
en 1840, se ven pestiños. “¿Qué son…?”- pregunto. “Masa frita con miel”- me
aclara la vendedora.
He dejado atrás Santa
Engracia, donde dormita, con las contraventanas
cerradas, una de mis tiendas preferidas (cerrada a cal y canto, con
contraventanas de madera): una carnicería-matadero industrial y fábrica de
embutido. Entre acuarelas alusivas, cita una serie de exquisiteces que hacen la
boca agua: “ternera fina de Castilla y corderillo lechal”, “huevos frescos de
Castilla y aves finas de corral”, “jamones de Avilés, serranos y de Aragón”, “conservas
y licores de las mejores marcas”…¡Qué pena de tiendas que ya nunca abrirán sus
puertas…!
Llegar a la calle de Alcalá,
saliendo de Argensola y Barquillo, con sus balcones de hierro y su piedra
gastada y reconcomida, es darse de bruces con la majestuosidad de la vida a
principios de siglo [XX]: los trajes largos y los primeros automóviles; el
edifico Metrópolis, esquina preferida de todas las postales, o el Banco Español
de Crédito, con esos toldos amarillos de los hoteles de La Toja, y los capiteles
de elefantes, con trompas como cuernos de la abundancia. Esta constituye la
citada en los folletos como “zona de tertulias”.
Me paro ante el Lhardy,
cerca de la Puerta del Sol. En el cercano Museo del Jamón, de grandes
ventanales, un frailuco se extasía ante el apartado de quesos, quizá recordando
el tiempo en que ellos los fabricaban en el convento o viendo su marca competir
con las demás…
La calle del Prado, donde
está el Ateneo, pasado el edificio de Las Cortes y los dos leones negros y
brillantes, contiene varias tiendas de antigüedades con cofres medievales,
consolas renacentistas y jarrones chinos de las dinastías Ming, Chang o Wang
(lo mismo da para quienes no somos expertos…).
Más adelante, está la plaza
de Santa Ana, otro de mis lugares preferidos, con el Teatro Español a un lado y
el hotel Victoria al otro. “La plaza de los perros cagones” -oigo mascullar a
una señora mientras recoge a su perrillo faldero que pudiera ser deglutido de
un mordisco por el resto de canes que por allí se afanan.
Después de esta cita con lo
señorial, llegar al aplaza de Jacinto Benavente es darse de frente con el
hablar arrabalero y castizo, la habitual colonia de desocupados mirones y alqún
extranjero que, fumando su pipa, impertérrito, contempla la esencia de “lo typical
spanish”.
En las inmediaciones,
rótulos de tiendas especializadas curiosas, “Persianas y esteras”, o las
dulcerías de siempre con sus paraguas de chocolate, los confites o los pirulís
de caramelo. La Casa Vías, cuchillos de todo tipo y para toda actividad, es un
puro anuncio, sin espacio apenas que dé aliento al lector, fatigado de ver
tanta letra.
Ya en la glorieta de Atocha,
se divisa -recién pintado- el que fuera Hospital de San Carlos, hoy Centro de
Reina Sofía, donde el arte y el diseño del siglo XX y actividades relacionadas
con el sonido y la imagen se verán recogidas en sus salas. También acogerá en
breve un centro de documentación y una galería de comunicación. Un modo de que
el rey ilustrado conecte con el futuro…
MADRID,
UN DOMINGO. Zona entre Hortaleza, Recoletos, Gran Vía y Génova
Los domingos son un día
deprimente para andar por ciertas zonas de Madrid: carteles arrancados, basura
esparcida y bolsas despanzurradas, papeles alfombrando el suelo. Olor a pis en
las esquinas…Apenas unos pocos tipos extraños, que no se han acostado o
empiezan su peregrinar diario.
Por la calle Hortaleza, un
arriero pasa llevando una nevera a la espalda, Poco después otro le sigue con
el motor a cuestas. El arriero…, el sustituto del limpiabotas, arrogante y
orgulloso, gritando su presencia por las calles.
Hay muchos bajos abandonados
junto a contenedores de cascotes y aceras levantadas. Alguna calefacción de
carbón y astillas humea, contaminando el ambiente. “Viajeros y estables”- se
lee en una pensión. Más abajo, en la calle Fernando VI, el cafetín del tal
rey tiene presencia, como la extraña
construcción modernista que alberga la Sociedad General de Autores Españoles
[SGAE]. La plaza de las Salesas, en el azul de día, resulta tan hermosa como
entrañable en su pequeñez, y con sus árboles ruines la plaza de Góngora.
Las calles que dan al Paseo
de Recoletos se exhiben llenas de orgullo con sus terrazas acristaladas de los
felices 20, pintadas de blanco.
El
área entre San Bernardo, Carranza, Gran Vía y Corredera de San Pablo
A la misma hora, en
Malasaña, hay colas para recoger los churros del desayuno y llevarlos a casa
colgados de un alambre. En el suelo, alguien compasivo troceó el pan a las
palomas en estos días de fríos.
Los barucos ya resuenan a
estas horas. Las botellas rotas y las vomitonas indican una noche de juergas
que precede al silencio presente. A tan temprana hora, ya hay quien busca algo usable en los contenedores.
Algunas calles resultan tétricas en la sombra, con esas
paredes conventuales tan lisas, que ocupan toda una manzana. Son tan umbrías
que los geranios se ponen de puntillas en un intento de alcanzar el sol.
Aparecen las tiendas
curiosas, con medicamentos y purgantes de otras épocas. Una señora cruza, en
bata y rulos, mientras un señor gordo canta canciones obscenas en una esquina.
Me llaman la atención El restaurante de la reina Patoja, un
nombre de fábula, o de leyenda, y la casita de pueblo, baja, de la calle Santa Lucía. La casa de Quevedo, por
el contrario, está hecha un asco.
Por segunda vez, decido que
me gusta la calle del Espíritu Santo, no sé por qué. La peluquería de señoras La muñeca ideal parece burlarse de sus
posibles clientas…
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