viernes, 8 de febrero de 2019

MIS PASEOS POR MADRID EN LOS AÑOS 80 DEL SIGLO XX


Ya entonces tenía por costumbre, cuando no salía a la montaña, irme a pasear por la ciudad. Siempre he dicho que, de escribir algún día mis memorias, estas se llamarían “Andar es vivir”…

He aquí el testimonio de unos paseos realizados en los años 80, cuando vivía en el barrio de Chamberí. Una pena no tener apenas fotos para refrendar la realidad de aquella época…

Septiembre de 1985

La calle San Bernardo hasta la Gran Vía es una bajada llena de cultura.

En un banco de la glorieta, una anciana lee con fruición la revista Aventura. ¿Será su modo de matar las horas de tedio, viajando con la imaginación…?

Más abajo, uno puede ir de librería en librería como una pelota de pinpon. Huelen a rancio y a polvo  y alguna se convierte durante unas horas en tertulia de boticas prodigiosas.

Los solares vacíos o los inmuebles con tablones en las ventanas, enfrentándose a la decrepitud, dan pena. Yo obligaría a restaurarlos o a desprenderse de ellos. ¡Expropiación forzosa! Nadie tiene derecho a dejar perderse paredes con tantos recuerdos.

Llegar a la Gran Vía es enfrentarse con el aturullamiento y la gente que anda deprisa en tu contra. En las terrazas, propios y extraños toman leche merengada o copas de helado, comentando las vestimentas de los que pasan. ¡Mira que no habrá sitios más tranquilos donde investigar al personal…!

Dejando atrás Callao, en el empiece de Fuencarral, está mi sedería-pañería favorita: La Red de San Luis. Solo para mirar, claro, porque tiene precios prohibitivos; pero es volver a los tiempos de los trajes a medida y de los sastres con el metro al cuello y las tijeras en la mano.

Enfrente del edificio Metrópolis un pintor recoge al óleo toda la vista que los curiosos podrán luego contemplar en la sala de alguna exposición (porque no parece un pintorcillo de tres al cuarto, no…).

Cambiando de zona, el cuadrilátero entre Martínez Campos, el Paseo de la Castellana, Génova y Santa Engracia, es un sitio tranquilo. Los árboles, aún con hojas, sombrean los primeros pisos.

Hoy, domingo, los bancos y las aceras parecen acoger más pobres que nunca, esperando que abra la cocina económica.

Metiéndose más adentro, a veces solo se oyen pájaros y se siente la brisa fresca de septiembre, que levanta dolor de cabeza.

Con las Embajadas, cada una con su personalidad -luminosa la de Suecia, como una aurora boreal- y las restauraciones de antiguos palacios con gabletes venecianos, todo tiene un aire señorial.

En un portal se ve una hornacina con la virgen junto a una luz encendida, y la calle Españoleto, sin árboles, casi parece de pueblo.

Es curioso cómo se mezclan las cosas: calles dormidas con otras agitadas; el edificio sin gusto de la casa rosa de Monte Esquinza y el taller artesanal de la joyería El brillo de las estrellas, o la remozada plaza de Chamberí, refugio de palomas que, más que plaza, parece sótano, con esos arcos que impiden ver la configuración general. Ahora dicen que van a hacer un puente para cruzar de un lado a otro “del foso”. Es que hay algunos arquitectos que habría que colgarlos por los pies…

Paseando por el distrito de Arganzuela (otoño 1986)

Con esa luz especial de septiembre, menos rotunda, y en medio de ráfagas de viento, el distrito de Arganzuela es un puro ruido.

En el aire se confunden las trepidaciones procedentes de hormigoneras, excavadoras y picadores de piedra, que se afanan en la reestructuración del barrio.

“Rehabilitación del antiguo mercado de pescados”, se lee en uno de los carteles informativos del Mopu, como diciendo: “Disculpen las molestias”.

Los ancianos aprovechan el sol sentados en los bancos de la glorieta, observando el tráfico -ese camión de bomberos trasnochado tocando la sirena-, y haciendo sus comentarios: -¿Ves el humo…? -Yo no veo nada. Desde que me operaron de cataratas…Miradas perdidas, silencios. Todo un mundo de soledad.

La Ribera de Curtidores, calle principal de El Rastro, es hoy, día de labor, una amplia avenida por donde uno podía andar cómodamente mientras era observado por todos los feriantes que, en la parte baja, componen chatarrerías y chamarilerías. Puertas, rejas de hierro, frentes de armarios, estatuillas de jardín y cientos de cachivaches sin forma, pudriéndose con las inclemencias del tiempo, se sucedían calle arriba.

“¡Venga, chicas, que estoy liquidando!- decía el propietario de un puesto de jerseys, ya cerca del héroe de Cascorro.

En la bajada de Embajadores, coexisten un bar “Siglo XXI”, lo menos futurista que uno pueda imaginarse, con carteles de corridas de toros antiguas pegadas en los cristales, y un salón de peluquería que anuncia sus excelencias: “lociones del país”, para el cliente sin demasiadas aspiraciones, y “extranjeras”, para el esnob en busca de nuevas fragancias.

El Mesón de Paredes es, a las 12.30 h, un deleite para los sentidos, con ese olor a choricillo y a boquerones fritos. Y la casa de vecindad recién pintada, limpia como los chorros del oro, frente al teatro Lavapiés y a una iglesia sin cúpula, hace apretar el botón de su Kodak instamatic a un grupo de extranjeros.

EL TRAPECIO MÁS BONITO DEL MUNDO

Este domingo el lugar elegido es el cuadrilátero comprendido entre las calles Eloy Gonzalo, Fuencarral, Sagasta y Santa Engracia. La plaza de Olavide y la calle Trafalgar dividen en dos mitades la parte más bonita, más auténtica -para mí-, de la más desnuda, la más pobre -estéticamente hablando.

La zona es popular y los antiguos oficios se dan cita entre el olor a madera y el sonido de las campanas, que hace a pueblo castellano o montañés. Es una pena que muchos establecimientos pongan persianas de hierro sin dejar ver el escaparate y, lo es más, los que se han pasado a esos rótulos modernos, sin imaginación y en colores brillantes, todos iguales. [Sergio del Molino escribirá, muchos años después, que “Un país son sus buzones, sus papeleras, sus tipografías de carteles, sus señales de tráfico y su forma de pintar las calles”. Estoy de acuerdo.]


Pero aún quedan muestras sin cuento, algunas despintadas y con carcoma en la madera: vaquerías o granjas; fábricas de churros, buñuelos o patatas fritas en bolsas de papel con el sello de la casa, o la fábrica de azulejos de la calle Castillo con su letrero esmaltado. También se leen oficios y actividades que ya han pasado de moda en otras partes de España: pulidor-niquelador. Un almacén de huevos, muy blanco, con sus tarimas de mármol, casi inglés. Y los bazares, esos sitios de juguetes mil: caretas, monederos con lentejuelas, que todas hemos tenido, pendientes de gitana, pulseras de plástico, y las innovaciones de la moda y la técnica: cochecitos sofisticados, muñecas, disfraces y madelmans.

Mirando las casas hacia arriba, a los balcones últimos, las chimeneas o las antenas de televisión, se ve que Madrid se remodela: se repintan fachadas, se rehacen balcones…”Rehabilitación de edificios”- que se llama. Quizá sea por obra de los créditos.

A pesar de todo, no se puede evitar ver el contraste de algunas aberraciones nacidas entre dos bloques de casa fantásticos y estilosos o la ruina de otros por la despreocupación de sus dueños, que los dejan caerse de viejos, quizá producto de alguna desavenencia familiar. O aquellas edificaciones que nacieron lisas, libres de toda ostentación (entendiendo por ello no ya una solana o una terraza acristalada, sino un miserable balcón. Yo obligaría a que todos los primeros pisos, al menos, dispusieran de ellos, para que los paseantes no nos mojemos cuando llueve…).


Subiendo de Bilbao hacia Olavide, me encandilan la fábrica de espumosos, gaseosas y jarabes El gallo, y los tacones de plástico en el escaparate del zapatero, en espera de ser recubiertos de ricos materiales. La droguería Satán, junto a una iglesia evangélica, me produce escalofríos con sus mixturas y sus frascos de cristal.

Ya cerca de casa, me sorprenden las coplas improvisadas de un avispado gitano metido a melonero: “Si no quieren ya melones, el melonero se va”… Mientras paso a su lado, le oigo comentar a una cliente emperifollada: “Los pobres arrieros no tenemos la culpa de lo que pasa con los fruteros”… (Son días de huelga en la plaza de abastos, el mercado de Alonso Cano).

DE SANTA ENGRACIA A CUATRO CAMINOS ¿1988/9?

De Santa Engracia a Cuatro Caminos, uno se encuentra con el Canal de Isabel II, con piscina incluida, y cuya torre acoge ahora exposiciones acerca de la Guerra Civil Española.
El antiguo Hospital de Jornaleros de Ríos Rosas es un mercadillo de minerales- creo leer. Luego, al pasar justo por delante, veo que es la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Minas -que suena mucho mejor.

Morejón es una calle que parece callejón, con patios húmedos, lo mismo que la calle Vargas. En Ponce de León hay una almoneda y una casa mora que hace esquina. Luego, una granja santanderina con azulejos blancos y un lavabo de los de antes. Se venden telas al peso entre Bretón y Alonso Cano, y el café-bar Numancia, de tono popular, contrasta con el Mylord, que debe ser carísimo, a juzgar por su estética.

Llego a la conclusión de que la calle Modesto Lafuente me parece fea, monótona. Y me paso a Bretón de los Herreros, con una tienda “pluriempleada”, cacharrería y cambio de novelas, a la vez. Entre el negro de un almacén de carbones, destacan plantas colgadas del techo. En otras carbonerías, se ven espejos y otros utensilios que parecen desentonar entre tanta negritud.

En Casarrubuelos, hay un edificio de forjas y una degustación de café. La travesía de Andrés Mellado, junto al mercado de Guzmán el Bueno, conserva casas de dos alturas de las de los pueblos, apabulladas por los edificios de pisos que las rodean. Declaro mi preferido el edificio del número 96 de Fernández de los Ríos y me deleito ante el escaparate de productos gallegos y asturianos de la calle Fernando el Católico.

¡Qué pena que el que fuera centro gráfico artístico en 1925 y taller de fotograbado, sea ahora solo un desafío a los tiempos modernos!.... Y otra vez las dobles profesiones para sobrevivir: vidriero y fontanero…

La calle Monteleón, entre San Bernardo y Fuencarral, me parece un sitio ideal para alquilar un piso: con esas tabernas y la vaquería Obregón y su saborío pueblerino.

Entre Fuencarral y Hortaleza, en la calle Larra, están los locales del antiguo diario Arriba. En la calle Beneficencia, un solar de tapia alta y hiedra. Hay un hostal con el letrero “habitaciones con ducha” y en la calle San Joaquín se alinean la pastelería La Criolla, la taberna La ruta y una vaquería preciosa. En un almacén de carbones, la estampa chocante de la Virgen del Pilar, un espejo y plantas para alegrar tanta negrura.

BAJANDO AL MADRID DE LAS TERTULIAS

El domingo es un día magnífico para pasear: La gente se levanta tarde  y solo algunos tempraneros aprovechan para echar la parrafada en el quiosco o en la panadería.

Por la calle de Alcalá se ven a estas horas algunas parejas que se desplazan de los pueblos a pasar un día en la Villa y Corte. Llevan en las manos las bolsas de la comida o, quizá, un regalo para el nieto.

A estas horas, Madrid se deja querer. Uno camina muy despacio, como un miembro de la tercera edad, paladeándolo, parándose a coger aire cada vez que algo le sorprende.

En una pastelería, fundada en 1840, se ven pestiños. “¿Qué son…?”- pregunto. “Masa frita con miel”- me aclara la vendedora.

He dejado atrás Santa Engracia, donde dormita, con las contraventanas  cerradas, una de mis tiendas preferidas (cerrada a cal y canto, con contraventanas de madera): una carnicería-matadero industrial y fábrica de embutido. Entre acuarelas alusivas, cita una serie de exquisiteces que hacen la boca agua: “ternera fina de Castilla y corderillo lechal”, “huevos frescos de Castilla y aves finas de corral”,  “jamones de Avilés, serranos y de Aragón”, “conservas y licores de las mejores marcas”…¡Qué pena de tiendas que ya nunca abrirán sus puertas…!

Llegar a la calle de Alcalá, saliendo de Argensola y Barquillo, con sus balcones de hierro y su piedra gastada y reconcomida, es darse de bruces con la majestuosidad de la vida a principios de siglo [XX]: los trajes largos y los primeros automóviles; el edifico Metrópolis, esquina preferida de todas las postales, o el Banco Español de Crédito, con esos toldos amarillos de los hoteles de La Toja, y los capiteles de elefantes, con trompas como cuernos de la abundancia. Esta constituye la citada en los folletos como “zona de tertulias”.

Me paro ante el Lhardy, cerca de la Puerta del Sol. En el cercano Museo del Jamón, de grandes ventanales, un frailuco se extasía ante el apartado de quesos, quizá recordando el tiempo en que ellos los fabricaban en el convento o viendo su marca competir con las demás…

La calle del Prado, donde está el Ateneo, pasado el edificio de Las Cortes y los dos leones negros y brillantes, contiene varias tiendas de antigüedades con cofres medievales, consolas renacentistas y jarrones chinos de las dinastías Ming, Chang o Wang (lo mismo da para quienes no somos expertos…).

Más adelante, está la plaza de Santa Ana, otro de mis lugares preferidos, con el Teatro Español a un lado y el hotel Victoria al otro. “La plaza de los perros cagones” -oigo mascullar a una señora mientras recoge a su perrillo faldero que pudiera ser deglutido de un mordisco por el resto de canes que por allí se afanan.

Después de esta cita con lo señorial, llegar al aplaza de Jacinto Benavente es darse de frente con el hablar arrabalero y castizo, la habitual colonia de desocupados mirones y alqún extranjero que, fumando su pipa, impertérrito, contempla la esencia de “lo typical spanish”.

En las inmediaciones, rótulos de tiendas especializadas curiosas, “Persianas y esteras”, o las dulcerías de siempre con sus paraguas de chocolate, los confites o los pirulís de caramelo. La Casa Vías, cuchillos de todo tipo y para toda actividad, es un puro anuncio, sin espacio apenas que dé aliento al lector, fatigado de ver tanta letra.

Ya en la glorieta de Atocha, se divisa -recién pintado- el que fuera Hospital de San Carlos, hoy Centro de Reina Sofía, donde el arte y el diseño del siglo XX y actividades relacionadas con el sonido y la imagen se verán recogidas en sus salas. También acogerá en breve un centro de documentación y una galería de comunicación. Un modo de que el rey ilustrado conecte con el futuro…

MADRID, UN DOMINGO. Zona entre Hortaleza, Recoletos, Gran Vía y Génova

Los domingos son un día deprimente para andar por ciertas zonas de Madrid: carteles arrancados, basura esparcida y bolsas despanzurradas, papeles alfombrando el suelo. Olor a pis en las esquinas…Apenas unos pocos tipos extraños, que no se han acostado o empiezan su peregrinar diario.

Por la calle Hortaleza, un arriero pasa llevando una nevera a la espalda, Poco después otro le sigue con el motor a cuestas. El arriero…, el sustituto del limpiabotas, arrogante y orgulloso, gritando su presencia por las calles.

Hay muchos bajos abandonados junto a contenedores de cascotes y aceras levantadas. Alguna calefacción de carbón y astillas humea, contaminando el ambiente. “Viajeros y estables”- se lee en una pensión. Más abajo, en la calle Fernando VI, el cafetín del tal rey  tiene presencia, como la extraña construcción modernista que alberga la Sociedad General de Autores Españoles [SGAE]. La plaza de las Salesas, en el azul de día, resulta tan hermosa como entrañable en su pequeñez, y con sus árboles ruines la plaza de Góngora.

Las calles que dan al Paseo de Recoletos se exhiben llenas de orgullo con sus terrazas acristaladas de los felices 20, pintadas de blanco.

El área entre San Bernardo, Carranza, Gran Vía y Corredera de San Pablo

A la misma hora, en Malasaña, hay colas para recoger los churros del desayuno y llevarlos a casa colgados de un alambre. En el suelo, alguien compasivo troceó el pan a las palomas en estos días de fríos.

Los barucos ya resuenan a estas horas. Las botellas rotas y las vomitonas indican una noche de juergas que precede al silencio presente. A tan temprana hora, ya hay quien busca algo usable en los contenedores.

Algunas calles  resultan tétricas en la sombra, con esas paredes conventuales tan lisas, que ocupan toda una manzana. Son tan umbrías que los geranios se ponen de puntillas en un intento de alcanzar el sol.

Aparecen las tiendas curiosas, con medicamentos y purgantes de otras épocas. Una señora cruza, en bata y rulos, mientras un señor gordo canta canciones obscenas en una esquina.

Me llaman la atención El restaurante de la reina Patoja, un nombre de fábula, o de leyenda, y la casita de pueblo, baja, de  la calle Santa Lucía. La casa de Quevedo, por el contrario, está hecha un asco.

Por segunda vez, decido que me gusta la calle del Espíritu Santo, no sé por qué. La peluquería de señoras La muñeca ideal parece burlarse de sus posibles clientas…





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