Vitorina es
menuda, tiene sólo dos dientes y lleva escrito el nombre en el bastón para que
no se lo confundan.
En su bolso,
que es como una gran despensa, lleva las medicinas de diario: inhaladores para
los bronquios, termalgín para el dolor de cabeza y tranquilizantes, además de
cacao para los labios, que tiene malos.
De la
cartera, abultada -ja, si se creen que llevo dinero- saca sus únicas tres
fotos: una suya, ya viuda, a los cincuenta y tantos años, vestida de negro ante
el nicho de su marido, que murió de resultas de trabajar toda su vida en una
tejera con cal. Otra, a los 22, una moza bien lozana con la cara redonda. Y la
primera, en color, recortada y llena de picos, donde sólo aparece la enfermera
de su planta. “Las demás salieron muy mal”.
Aunque dice
que el médico le ha ordenado no hablar para que no se canse y no quedarse
afónica, no puede evitar hacerlo de su vida: asturiana, casada con uno de
Cabezón y, sobre todo, que ella está allí “provisional” porque tres hombres la
sacaron de su casa con goteras (otras compañeras me confiesan luego que la
sacaron los vecinos casi a rastras de entre los escombros). En el bolsillo de
la chaqueta lleva un recorte de una inmobiliaria con foto: una especie de
cabaña de madera prefabricada con un bosque detrás y verde delante. “La llevo
porque se parece a la mía. Allí dejé tres perros, un gato, el huerto y un
jardín donde había rosales, malvas y un saúco. Los echo mucho de menos...”.
En su
habitación, poco hogareña, quizá por su sentido de que ella está allí de paso (aunque
lleva más de un año), todo es sobrio: dos muñecas; una, de plástico, sobre la
cama, regalo del asilo, y otra, con cara de antigua, en la mesilla de noche; una mesa camilla
trastabillante, dos cojines desgastados sobre el sillón y tres ramitas de
romero en un botellín con agua turbia: “el agua podrida le proporciona abono;
por eso no se muere…”. Las cortó del jardín, a escondidas, porque dice que no
se puede.
En el
armario, pocas cosas suyas y muchas regalo del asilo: vestidos amplios, zapatos
grandes... Pero ella es muy apañada y se hace arreglos. Aunque hay vestidos que
no se ha puesto nunca. En una caja de cartón, su kit de belleza: un tubo de
nivea, callicida para los pies y brillantina para el pelo.
-Pero, a
ver, Vitorina, ¿dónde está esa cinta que
le gusta tanto? En el salón, me ha tarareado
una canción -que no recuerdo, pero estoy segura de que no era de Machín
-el cantante, según ella, de su única cinta. “Pero mi preferido es Manolo
Escobar. Tiene unas letras...”. Y me recita una estrofa.
Vitorina es
sabia: “Si tienes una discusión con tu marido, lo mejor es callarte. Luego, un
día que esté de buenas, le dices lo que piensas”. También me aconseja que me
busque un novio que sea, sobre todo, bueno: “Un marino no, que esos tienen una
mujer en cada puerto. Para eso, mejor un aviador, y si no, un mecánico, que
esté siempre cerca de ti para quererte “.
Después de
tomar un kas de limón y de reírse como una niña con las ilustraciones de “Ratón
Pérez”, me despido de ella recordándole que otro día me tiene que enseñar el
jardín y la familia de gatos que se aloja en una cesta.
“¡Acuérdate!,
asturiana y con apellido francés!...” -me grita desde la puerta.
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