La primera vez que lo vi lo
recuerdo como un hombre alto, con pinta de extranjero, sombrero de paja y una
bicicleta.
Luego, durante más de veinte
años, me lo seguí encontrando entre la playa y el pueblo, siempre paseante
solitario y mudo.
Con el tiempo, llegamos a
saludarnos y, a veces, nos sonreíamos. Pero una timidez o un pudor mutuo, nos
impedían saciar nuestra curiosidad. Quizá, solo la mía.
Me enteré, gracias a mi
padre, de que era inglés, de Manchester, ¿o era Birmingham…? No hablaba castellano,
a pesar de llevar décadas en el lugar.
Pasaron los años y fue
envejeciendo, como todos, cada vez más magro y consumido.
Un verano, ya no lo vi. La
casa donde vivía cambió los marcos de las ventanas. Y yo me quedé sin llenar
los silencios...
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