Tras
leer, cuando salió, su Beatus Ille,
recuerdo que puse detrás de su nombre en una lista de nuevos
narradores de los años 80 (1980s), “Gran contador de historias”.
El invierno en Lisboa, que no he vuelto a leer, me pareció
un prodigio. Su manera de relatar era igual que su manera de contar, cuando le
oí en unas conferencias de la Fundación Juan
March, en Madrid. Una voz grave, sin muchas inflexiones, que se deslizaba –ondulada-
como las olas del mar. Aunque me senté delante, para ver su rostro mientras
hablaba, luego no quise verle, solo oírle, para confirmar que su voz era la
misma, oral y escrita.
“Mi deseo nunca saciado
de descubrir y de saber”
“He
copiado con aplicación y fervor a todos mis maestros…”.
En
una ocasión le regalé una página, escrita por mí, que no sé si alguna vez le
llegó. La mandé a su editorial entonces, Seix Barral, a su nombre. Firmaba como Tosca. Era una página escrita en el tren, ese tren que él también
adora como medio de transporte, y al que dedicó una columna en ABC, Los libros y los trenes.
Se
titulaba Estampas. Personajes del tren.
Decía así:
“Voy
sentada frente a un hombre todo el camino.
No
nos hablamos, pero nos caemos bien mutuamente.
Sé
que nos fijamos en las mismas cosas, y su mirada cómplice, por unos momentos
cruzada, me lo confirma.
Lo
sé al ver el campo lleno de flores azules. ¡Moradas! -pienso luego. Mira con
tanto embeleso como yo, enamorado de la hermosura.
Como
yo, sonríe a los pensamientos.
¡Qué
importa que los demás crean que estamos locos!”.
Otra
vez, en la Feria
del Libro, me atreví a ponerme en la cola (creo que no lo he hecho con nadie
más) para que me firmara un ejemplar de Córdoba
de los omeyas. “Para Aida, deseando que este viaje al pasado le guste”. Creo
que buscaba reseguir la historia de Apolodoro, el sabio que atraviesa las
páginas de El Robinson urbano, un
personaje digno de todo un cuento o de una novela.
Viajera literaria, fui a Granada buscando los lugares de Muñoz Molina: la plaza de Bibrambla, el Zacatín…, pensando, quizá, verlo salir de un café.
“Necesito siempre las
dos cosas: la quietud y la escapada”
En
sus últimas fotos, Antonio ha perdido sus mofletes de cuando estaba en la mili
o de su primer viaje a Nueva York. A sus 57 años se le ve cansado, como si
llevara a sus espaldas el dolor del mundo, que contaba en Sefarad. Sin embargo, en La
noche de los tiempos seguía siendo
un hombre empático, que se pone en el lugar de los demás para sentir y
transmitir; que trata de ser honesto consigo mismo, con sus personajes y con
sus lectores. Lo reconfirmo en la lucidez y autocrítica de Todo lo que era sólido.
Ahora acaban
de concederle el premio Príncipe de Asturias. ¡Felicidades!
No hay comentarios:
Publicar un comentario