Tenía siete colores, los 7 colores del arco-iris: rojo, naranja,
amarillo, verde, azul, añil y violeta (así
es como los recitaba -de carrerilla- mi padre en su infancia).
Era esta una manta mágica, no solo por sus alegres colores
sino por el número mágico, el 7 y sus múltiplos, en el que estaban tejidos sus
rayas y cuadros. Para los antiguos, el 7 era un número simbólico -piensa en la
cantidad de cosas que agrupamos de siete en siete... Por eso, quien se tapaba
con ella, tenía dulces sueños y se
olvidaba de todas sus penas.
Mis primas, grandes tejedoras,
se la regalaron en primer lugar, para calentar sus piernas -muy atacadas
por la artritis -a mi tío ciego.
Cuando se sentaba a oír la radio
o se acostaba para la siesta y se la extendía sobre la tripa, se
olvidaba de lo que significaba haberse quedado sin vista: veinticuatro horas en
un túnel oscuro, con el negro como único color.
Le habían descrito -aunque él ya los conocía; no era ciego de
nacimiento- los colores de la manta de lana, cómo estaba tejida..., y podía
sentirla junto a su cara: olía a macedonia de frutas exóticas: una mezcla de
papaya, kiwi, mango y kaki...
El color rojo se lo imaginaba como los pétalos de sus rosas favoritas,
de tacto de terciopelo. El naranja era el mismo que sustituía siempre en sus
dibujos infantiles al amarillo, cuando este no se hallaba entre las pinturas
disponibles.
El amarillo era el del sol, las mimosas o los chopos en otoño. Para el
pintor Van Gogh - alguien dijo que el amarillo era el color de los locos, ¡qué
tontería!- también era fundamental, el primero de todos, el más importante.
El verde, el de la
hierba recién cortada. El azul, el del mar o el del cielo, amplios, inmensos...
El añil, el del mono de trabajo que utilizaba para hacer chapuzas los fines de
semana. Y el violeta, como los caramelos en forma de flor que le regalaban de
pequeño en cajitas de hojalata, con sabor a polvos de talco.
Cuando se adormilaba con la manta encima, soñaba cada vez con un
episodio hermoso de su vida, siempre teñido de un color: el amarillo, al pensar
en el nacimiento de sus tres hijos, rubios como una panoja.
El naranja, al acordarse de las tardes de sol en la playa con su
mujer, un oasis de descanso en medio de un trabajo duro de cara al público.
El azul, cuando revivía sus largos
en la piscina municipal, ya jubilado.
El verde, el de los paseos insustituibles con su amigo Chin por las
afueras de la ciudad.
El rojo, le traía a la mente el fuego de la chimenea en invierno y el
color de los papos- sofocados de
mirarlo, hipnotizados y calentitos.
El añil, le hacía recordar la primera vez que puso la lavadora, cuando
todo se tiñó por juntar ropa blanca y de color, e intentó hacer creer que
quería blanquear las sábanas con un tinte nuevo...
Por fin, el violeta era el de las meriendas en la pradera los jueves, cuando llegaban a casa comerciantes y tratantes de ganado y madre los mandaba con una cesta a corretear para no dar la lata. Así, se iba llenando de recuerdos felices que le hacían ver la vida con menos sufrimiento. ¿Y todavía no creéis que la manta de los 7 colores es una manta mágica?...
[Para mi tío Germán, in memoriam]
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