Al principio,
no decía nada; pero en cuanto cogió carrerilla... “No nos va a dejar leer el
cuento” -me decían las otras.
Rufina, al
parecer, había sido “campeonata” de todo lo inimaginable, desde corriendo (cosa
que hizo al segundo día de estar en la Residencia -según ella) hasta en silla de ruedas;
jugando a pala (no sé si a pelota vasca) y haciendo puntillas. Y no sólo de
España, sino de Europa y del “Mundo mundial” – que diría Manolito Gafotas.
Con su voz pituda iba desgranando sus aventuras,
una tras otra, y vuelta a empezar. Parecía la hermana del tío Cebolleta de los
tebeos.
“En buena hora
nos la han colocado aquí”-se quejaba una de las habituales. “Como, además, está
sorda..., da igual lo que le digas”. Porque yo trataba de hilar sus aventuras
con la del príncipe de “Genoveva de Brabante”, a ver si así podíamos conectar
con nuestro capítulo semanal. Pero nada, imposible.
Hasta que de
“motu proprio”, de pronto decidió irse a visitar a otras compañeras que,
también en sillas de ruedas -pero con menos autonomía- habían sido sacadas a
tomar el aire. Como ella había sido “campeonata” en silla de ruedas
precisamente, se dio marcha con las manos, y en un momento dado, desapareció
por una esquina del jardín. “¡A Dios gracias!”- suspiraron todas con alivio.
La siguiente
vez que la vi fue en la fiesta del asilo: había una merienda -compuesta de
embutido, pinchos de tortilla y chocolate con churros- y luego venía la tuna a
amenizar la tarde. En la sala de los “no válidos” había mucho que hacer: servir
las bebidas, repartir servilletas, evitar que algunos se escaparan y se
pusieran a andar sin rumbo por toda la residencia (“para buscarlos, a veces ha
habido que llamar a la policía” -me confiesa una de las cuidadoras).
De repente,
en una de las mesas diviso a la “campeonata”: come con un hambre feroz, canina,
como si no hubiera comido en toda su vida. Junto a su plato, otros dos, llenos
de pinchos de tortilla. Pienso que debe tener un estómago de hierro y que tanta
competición -aunque sea figurada -debe
verdaderamente abrir el apetito. Ella está feliz, sin ver nada o a nadie
más allá de su plato de plástico. No le digo ni palabra y la dejo triscando a
placer.
Es curioso
cómo se transforma: en su silla de ruedas se deja llevar de un lado a otro como una autómata y, de pronto, es como si despertara de un
sueño o le apretaran un resorte escondido: entonces, comienza a gesticular y a
narrar con voz aguda una historia sin principio ni fin, siempre la misma... Pero
no sufre. Yo aun diría más: en su despreocupada inconsciencia, en su nebulosa,
es total e inmensamente feliz.
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