En su
juventud leyó montones de novelas de Rafael de Pérez y Pérez, aunque ya no
recuerda los títulos: “eran novelas muy bonitas...”-dice, soñadora.
Julia es como
un pajarito: come muy poco y anda aún menos. Sus compañeras la acusan delante
de mí: “Ella y Obdulia son las que menos andan en la Residencia”...
Pues hay que
andar, les digo, suspendiendo la lectura del capítulo de Genoveva de Brabante
que nos toca ese día, y me cojo a las dos, una de cada brazo y las llevo hasta
la biblioteca. “Si yo llevo aquí más de un año y no la conocía”-confiesa
Obdulia, asombrada.
Julia viste
de negro, tiene el pelo todo blanco y es delgadita y diminuta como un ratoncillo.
“Yo leí mucho de joven”-me cuenta. Ahora, aunque le operaron de cataratas, ya
no lee tanto como antes.
Las últimas
semanas está muy desanimada: come tan poco que no tiene fuerzas para caminar y
la han puesto en una silla de ruedas; por otro lado, sin mejillas, las gafas le
bailan entre la nariz y las orejas. “A mí, que me sacaran de mi casa y me
trajeran aquí, me mató”-me confiesa en voz baja, casi un lamento, en un aparte.
No pudo traerse su gabinete porque no cabía en la habitación y, pensando que
volvería pronto a su hogar (lleva ya dos años), ni siquiera se llevó el comodín.
Ahora, cada día los echa más de menos.
“Si yo
como...”-intenta defenderse. Pero al hacer la relación de lo que ha tomado hoy,
sólo resalta el café con galletas de la merienda. De lo demás, picotea: unas
cucharadas de sopa, la carne no le gusta. Quizá el flan de la comida... Y eso
no es alimentarse. “Se te va a quedar el estómago como el de una hormiga” -le
advierte una compañera.
Lo cierto es
que a Julia, una mujer bondadosa y suave, todo el mundo la quiere. “Con lo
alegre que eras antes, mujer...”.
Su sobrina
viene a verla cuando puede. Sin hijos, la crio como a una propia. Ahora, Julia
preferiría estar en su casa, o en la de su sobrina.
Yo siento
verla cada martes más adelgazada y hundida sobre la silla de ruedas. Parece que
nada consigue sacarle de su mirada hacia adentro. La Terremoto, que es más
bruta que un arao, se lo dijo el otro día sin componendas ni medias tintas: "Como sigas así, la semana que viene estás en el hoyo"...
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Es curioso lo
que un objeto puede hacer por la vida y la salud de una persona: le regalé en
mi última visita, hace ya más de un mes, una manta pequeñita para las piernas,
toda de colorines -trozos de lana tejidos a croché. Ahora, la lleva siempre
consigo; la gente le pregunta por ella- incluso el médico o el cura. Y da pie a
multitud de conversaciones con el resto de los habitantes de la Residencia. Es
como si este delgado lazo con el mundo
le hubiera devuelto a la realidad y al planeta de los vivos. Y, aunque
consumida y amarilla, el viernes le veo jugar a las cartas con un nuevo
espíritu. Ni siquiera la lectura de un nuevo capítulo de Genoveva de Brabante
logra apartarla de esas nuevas relaciones recién iniciadas...
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