(Para Sara, César y Aída)
Ilustrac. Sonia Piñeiro. http://soniapineiroambrosio.blogspot.com.es/
Hace miles
de años, cuando aún los árboles no eran seres petrificados sino Seres Vivos, en
el auténtico sentido de la palabra, se produjo –por causas desconocidas- una
migración de todas las especies...
Las hayas,
con sus patas de elefante, como si llevaran las botas de Pulgarcito, iban
abriendo camino, extendiendo los brazos en horizontal para no golpearse contra
las peñas. Detrás, en
procesión, sin orden ni concierto, le seguían los abedules, los más rápidos,
moviéndose ligeros como bailarinas o una corte de hadas. En la cola,
los árboles de crecimiento más lento: olivos centenarios, llenos de arrugas;
los acebos y las acebas, con sus bayas rojas al viento; tejos y tejas; los
cipreses enhiestos, encinas, alcornoques...
Verlos
cruzando montañas, ríos y valles era más asombroso que la peregrinación de los
animales salvajes por la sabana africana o la de los bisontes en Norteamérica
en tiempos de los indios cherokis.
Nadie sabe el
porqué de la larga marcha. Algunos se quedaron por el camino, y fueron
colonizando grandes extensiones de la taiga o de la tundra. Otros accedieron,
transformados en arbustos o en plantas diminutas, a las cumbres más heladas de
las montañas, donde soplan vientos gélidos y gimen las tormentas.
Uno, un
serbal de cazadores, se quedó en mi jardín. Venía de las tierras altas
de Escocia y tenía ganas de conocer el viento sur y los calores del
mediterráneo. Era amigo de
los cuervos, quienes en otoño le aliviaban de la pesadez de sus frutos. Ellos
le traían noticias de las Highlands, entremezcladas con música de gaitas.
En el jardín,
pronto entabló relación con los espinosos majuelos, que se llenaban de flores
blancas cada primavera; y con la retama olorosa, los avellanos y los robles.
Aprovechaban las ráfagas de viento para enviarse como regalo aromas, flores y
frutos. También se contaban chismorreos de lo que acontecía en jardines
vecinos: el tejo centenario que unos nuevos inquilinos habían talado sin
ninguna piedad; el jardín del perro Boecio, transformado ahora en un patio de
cemento con rampas de acceso, o incluso los nuevos árboles que habían plantado en
la ampliación del cementerio, blanco y calentito, a las afueras del pueblo.
El serbal se
sentía muy contento de haber llegado a ese lugar en peregrinación. Su viaje
había terminado... por ahora...
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