Desde
pequeña, siempre me ha encantado el viento o, mejor dicho, los vientos: el sur,
que pone el cielo rojo y acerca las cosas; el norte, frío y fresco; el este,
responsable de los días despejados en verano, y el oeste, que trae la lluvia.
Un año,
decidí hacerme a la vela.
Pero una cosa
es que te guste el viento y otra -muy distinta- que lo controles. Así que, para
más seguridad, decidí hacer un curso en el CAR.
El primer
día me enseñaron que en un barco no
existen cuerdas, a parte de la del reloj. Se llaman cabos, drizas, escotas...
Estas fueron las primeras palabrejas
de las muchas que tuve que oír a partir de entonces. Porque el lenguaje
marinero está lleno de ellas (A mí la que más me gusta es cornamusa. Me suena a
musaraña).
Luego, vino
la parte práctica: las manos doloridas de colgarte en el trapecio o de aguantar
la escota del foque; la atención a las cañas de los pescadores, los barcos
mercantes, las boyas, las balizas y los regatistas.
Yo,
enseguida decidí que lo que más me gustaba era hacer de Pinito del Oro con
arnés o llevar la vela pequeña y hacer de proel. Ir al timón o ser encargada de la vela mayor,
no me hacía ninguna gracia: No conseguía relajarme.
Y cuando me
hablaban, estaba tan preocupada con el rumbo, el viento o los catavientos, que
no podía atender ni disfrutar si contaban un chiste.
El monitor
me decía que con el tiempo...patatín y patatán. Pero yo sé que no y, ¿por qué no puede una especializarse
en ser un buen “foque” o una estupenda Pinito del Oro de la Vela…?
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