viernes, 26 de febrero de 2016

RELATOS DEL ASILO. PEPE, EL ORANGUTÁN

Pepe es un ser peculiar. Se queja de su soledad, pero no hace nada por entablar relaciones. Y aunque todo el mundo le conoce y lo llama por su nombre, él solo saluda sin pararse nunca.

Pepe anda a saltitos, a veces muy rápido -casi me arrastra en las cuestas-, y otras, muy despacio, como si no quisiera llegar a los sitios.

Su mejor piropo a las mujeres es “Estás hecha de encantos”. Se lo ha dicho a más de una. Algo que echa de menos en la Residencia es, precisamente, que los hombres y mujeres solteros no puedan mantener relaciones. “¡Está prohibido!”  - me susurra. También dice que se muere de hambre y que le gustaría ir a comer con alguien a un restaurante. “¿Tú no estarás libre el jueves...?”. 

Un día que estábamos leyendo las anécdotas del propietario de un zoo con sus animales, recalamos en el orangután: “¡Así soy yo!” -exclamaba cada vez que salía una nueva característica: independiente, individualista, solitario...

No se siente un miembro de la gran familia del asilo; dice no tener nada en común con ellos. Pepe no pasó la infancia en familia, sino en un orfanato ruso (uno de los niños de la guerra) y nadie le ayudó en su inicio al mundo laboral. Es como si fuera un ser de otro planeta, un extraterrestre, con nada que compartir; que se siente extraño en todas partes, y quizá, por eso, precisamente,  algo superior. Un niño al que la guerra, como a todos -en alguna medida-, les arruinó la vida.

En Rusia estuvo talando montes, cosechando el lino, trabajando de fresador, montando tractores... Luego, ya en España, entró en Nueva Montaña Quijano de ajustador y ahí se jubiló.

Pepe tiene manía persecutoria y se siente constantemente vigilado. “Pero si sale usted solo a la calle”. “Sí, pero ya habrá llamado alguien por teléfono para informar”- me dice. Quizá  sea un recuerdo de la sensación de permanente vigilancia en Rusia, donde estuvo de 1938 a 1958. “Mucho frío, mucho frío...”- es su recuerdo más persistente. En una ocasión, por hablar más de la cuenta, le largaron de la residencia donde pernoctaba y estuvo andando días y noches enteras por las calles para no morir de frío. Pensar en ello le pone triste. “Todas las dictaduras son fascistas”- sentencia.

Ahora, revolotea por la residencia como un alma en pena o persigue a Carlota, la asistente social, para que le haga un poquito de caso. “Mi vida ha sido muy distinta…”. En la época en que se hacen los amigos para siempre, a él le cambiaban constantemente de orfanato o de lugar de trabajo. “Separaban a los hermanos y a los amigos”. Por eso, dice hoy no encontrar un alma gemela a quien pueda abrirle su corazón, y que le comprenda.

Así,  a saltitos, -con su andar sincopado-, extrañado del mundo, anda y anda sin cesar, y sin pararse nunca, como si le hubieran dado esa orden desde lo Alto para todo lo que le resta de vida. Como un maleficio, como  una penitencia interminable...








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