Pepe es un ser peculiar. Se
queja de su soledad, pero no hace nada por entablar relaciones. Y aunque todo
el mundo le conoce y lo llama por su nombre, él solo saluda sin pararse nunca.
Pepe anda a saltitos, a veces muy rápido -casi
me arrastra en las cuestas-, y otras, muy despacio, como si no quisiera llegar
a los sitios.
Su mejor piropo a las mujeres es “Estás hecha
de encantos”. Se lo ha dicho a más de una. Algo que echa de menos en la
Residencia es, precisamente, que los hombres y mujeres solteros no puedan
mantener relaciones. “¡Está prohibido!”
- me susurra. También dice que se muere de hambre y que le gustaría ir a
comer con alguien a un restaurante. “¿Tú no estarás libre el jueves...?”.
Un día que estábamos leyendo las anécdotas
del propietario de un zoo con sus animales, recalamos en el orangután: “¡Así
soy yo!” -exclamaba cada vez que salía una nueva característica: independiente,
individualista, solitario...
No se siente un miembro de la gran familia del
asilo; dice no tener nada en común con ellos. Pepe no pasó la infancia en
familia, sino en un orfanato ruso (uno de los niños de la guerra) y nadie le
ayudó en su inicio al mundo laboral. Es como si fuera un ser de otro planeta,
un extraterrestre, con nada que compartir; que se siente extraño en todas
partes, y quizá, por eso, precisamente,
algo superior. Un niño al que la guerra, como a todos -en alguna
medida-, les arruinó la vida.
En Rusia estuvo talando montes, cosechando el
lino, trabajando de fresador, montando tractores... Luego, ya en España, entró
en Nueva Montaña Quijano de ajustador y ahí se jubiló.
Pepe tiene manía persecutoria y se siente
constantemente vigilado. “Pero si sale usted solo a la calle”. “Sí, pero ya
habrá llamado alguien por teléfono para informar”- me dice. Quizá sea un recuerdo de la sensación de permanente
vigilancia en Rusia, donde estuvo de 1938 a 1958. “Mucho frío, mucho frío...”-
es su recuerdo más persistente. En una ocasión, por hablar más de la cuenta, le
largaron de la residencia donde pernoctaba y estuvo andando días y noches
enteras por las calles para no morir de frío. Pensar en ello le pone triste.
“Todas las dictaduras son fascistas”- sentencia.
Ahora, revolotea por la residencia como un
alma en pena o persigue a Carlota, la asistente social, para que le haga un
poquito de caso. “Mi vida ha sido muy distinta…”. En la época en que se hacen
los amigos para siempre, a él le cambiaban constantemente de orfanato o de
lugar de trabajo. “Separaban a los hermanos y a los amigos”. Por eso, dice hoy
no encontrar un alma gemela a quien pueda abrirle su corazón, y que le
comprenda.
Así, a
saltitos, -con su andar sincopado-, extrañado del mundo, anda y anda sin cesar,
y sin pararse nunca, como si le hubieran dado esa orden desde lo Alto para todo
lo que le resta de vida. Como un maleficio, como una penitencia interminable...
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