lunes, 19 de febrero de 2018

RELATOS DEL ASILO (4). RUFI, "LA CAMPEONATA"

Al principio, no decía nada; pero en cuanto cogió carrerilla... “No nos va a dejar leer el cuento” -me decían las otras.

Rufina, al parecer, había sido “campeonata” de todo lo inimaginable, desde corriendo (cosa que hizo al segundo día de estar en la Residencia -según ella) hasta en silla de ruedas; jugando a pala (no sé si a pelota vasca) y haciendo puntillas. Y no sólo de España, sino de Europa y del “Mundo mundial” – que diría Manolito Gafotas.

Con su voz pituda iba desgranando sus aventuras, una tras otra, y vuelta a empezar. Parecía la hermana del tío Cebolleta de los tebeos.

“En buena hora nos la han colocado aquí”-se quejaba una de las habituales. “Como, además, está sorda..., da igual lo que le digas”. Porque yo trataba de hilar sus aventuras con la del príncipe de “Genoveva de Brabante”, a ver si así podíamos conectar con nuestro capítulo semanal. Pero nada, imposible.

Hasta que de “motu proprio”, de pronto decidió irse a visitar a otras compañeras que, también en sillas de ruedas -pero con menos autonomía- habían sido sacadas a tomar el aire. Como ella había sido “campeonata” en silla de ruedas precisamente, se dio marcha con las manos, y en un momento dado, desapareció por una esquina del jardín. “¡A Dios gracias!”- suspiraron todas con alivio.


La siguiente vez que la vi fue en la fiesta del asilo: había una merienda -compuesta de embutido, pinchos de tortilla y chocolate con churros- y luego venía la tuna a amenizar la tarde. En la sala de los “no válidos” había mucho que hacer: servir las bebidas, repartir servilletas, evitar que algunos se escaparan y se pusieran a andar sin rumbo por toda la residencia (“para buscarlos, a veces ha habido que llamar a la policía” -me confiesa una de las cuidadoras).

De repente, en una de las mesas diviso a la “campeonata”: come con un hambre feroz, canina, como si no hubiera comido en toda su vida. Junto a su plato, otros dos, llenos de pinchos de tortilla. Pienso que debe tener un estómago de hierro y que tanta competición -aunque sea figurada -debe  verdaderamente abrir el apetito. Ella está feliz, sin ver nada o a nadie más allá de su plato de plástico. No le digo ni palabra y la dejo triscando a placer.

Es curioso cómo se transforma: en su silla de ruedas se deja llevar  de un lado a otro como una autómata  y, de pronto, es como si despertara de un sueño o le apretaran un resorte escondido: entonces, comienza a gesticular y a narrar con voz aguda una historia sin principio ni fin, siempre la misma... Pero no sufre. Yo aun diría más: en su despreocupada inconsciencia, en su nebulosa, es total e inmensamente feliz.




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