[Escrito en 1985-1986 para el diario Alerta, sin publicar].
Es
frecuente ver en los días soleados -sobre la valla de piedra, puesta a secar-,
la ropa que lo mismo sirve para verano que para invierno; algunos patos,
chapoteando en los charcos, o un gato que retoza entre los mechones de hierba
de la diminuta propiedad.
Yo, desde
pequeña, siempre la he conocido igual. Es una de esas personas que no envejecen
nunca: arrugada y reseca, se plantó en una edad, y el monstruo de los años pasó
de largo.
Recelosa
con los extraños – la experiencia le ha enseñado a ser cauta y desconfiada-,
cocina en una habitación única (una gran cama y las patatas por el suelo), un
caldo de pollo sobre una cocina de carbón.
Dolores V.,
Lola, habita en esta casuca – que ha sido mejorada con los años- hace tiempo.
Por ella pasaron primero otros inquilinos: dos señores de Soria, una zapatera,
un retratista…
Lola vivía
antes en un pajar, en una socarreña de Barreda. Al parecer, tiene familia, pero
le gusta vivir independiente; en su juventud, no quiso trabajar -dicen-, y
ahora asume su modo de vida.
Los sábados
va a vender huevos a Santander y, algunos días, se le ve partiendo astillas a
la puerta de casa con esos zuecos de goma que llevan los pasiegos.
Los niños
de la zona a veces le tiran piedras o se ríen de ella. “Lola, la Piconera” o “La
casa de la bruja” son expresiones que acuden a las mientes de quienes pasan frente a su reducto, alguno incluso
santiguándose.
Todas estas
cosas le hacen ser huraña y esquiva con gente a quien no conoce. “A Lola hay
que pillarla de buen talante” -dicen los vecinos.
En
ocasiones, en el tren de la FEVE, sale de su mutismo para comentar con otras
ancianas, que también pasan penalidades, sobre lo exiguo de su pensión, y su
supervivencia gracias a la venta de huevos y a lo que le dan en algunas casas
fijas, a donde va con cierta regularidad.
Después,
Lola, una versión sedentaria del “hombre del saco”, se confunde, indiferente,
entre la multitud.
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