lunes, 25 de marzo de 2013

MI TÍO SITO ES UN AVENTURERO



Mi tío Sito, a sus 66 años, quiere irse a Dublín a trabajar.
Aprender inglés y salir a otro país ha sido su sueño incumplido desde siempre y, ha decidido que, ahora que está jubilado, es el momento justo.

Dice que no le importa el tipo de trabajo; con que le den de comer y un sitio para dormir, ya le vale. Y él se las apaña bien en todas partes; es un manitas: le gusta la huerta, embotar, salir de pesca y gozar de la vida. Puedes verle lo mismo ayudando con las redes en el puerto que llevando una carretilla de abono desde el Ferial de ganado.

Yo le digo que escriba un libro: “Trabajar en Dublín a los sesenta y seis”. Quizá dé ideas a más de uno...

En mayo, vino a la boda de mi hermano. Era una cita irrenunciable. No estaba muy dicharachero. Supongo que andaba un poco harto de que todo el mundo le pidiera: háblame algo en inglés. A mí me dijo: I like you very much. Y al día siguiente se volvió para Dublín porque el profesor le había dicho que para afianzar su inglés necesitaba por lo menos otro mes. Ya nos contará a la vuelta.

Se volvió antes de lo que pensaba porque la cocinera, un buen día, por problemas personales y familiares, dejó de hablarles a todos. Y claro, para qué iba a estar en Dublín en silencio, como si fuera sordo y mudo. ¡Pues me voy! Y se vino, y empezó a llenar la bañera de mi tía de plantas y a dejar la ropa en cualquier sitio. Y mi tía le perseguía por toda la casa recogiendo todo y diciéndole que por qué no se iba a Francia a aprender francés.

Ahora estudia inglés en un Centro de Adultos. “El saber nunca ocupa lugar” -dice. Y aunque no ha dejado de embotar anchoas o pimientos, siempre se lleva con él su libro o las fotocopias con los ejercicios para estudiar en cualquier rato perdido.

A mí la verdad es que me admira. Pensar que yo todo lo que deseo es dar una patada a los libros e irme a jugar por ahí con mis amigos...

Sus próximas batallas dice que van a ser el submarinismo y las clases de cocina. ¡Seguro que a los 80 hace el pino como su hermano Amador, se convierte en otro Ferrán Adriá o es un as de internet!

P.S. Torrelavega, 13 de octubre de 2022

Querido tío Sito: me encantó apartar las hormigas imaginarias de tu brazo en Sierrallana.

Seguro que, donde andes, estás organizando un fiestón con mi hermano David, tu hijo Arturo y el tío Carlos. Guardadnos un sitio…, para cuando vayamos…DEP. 

Viernes, 15 de diciembre de 2017

MI PRIMO ARTURO (1958-2017)

El sábado 9 de diciembre, a las 17.53 h, aún me decía en un correo-e: “Muchas gracias, prima. Pasadlo muy bien estas Navidades. Un beso”.

Yo le había mandado antes mi foto favorita: una de las navidades de 2010 en el Saja, donde se les veía a Sito, su padre, y a él, de perfil, en plan Paul Newman. 


Luego, silencio. Hasta hoy, viernes 15, en que su padre nos comunicó que había muerto por la tarde. Nosotros estábamos en el Conservatorio, oyendo la primera audición de Carolina al piano. Pero estoy segura de que David salió a recibirle, y de que le ha hecho los honores y le ha presentado a todo el mundo.


Aparte de las reuniones del Saja, las otras fotos que tengo de él son del verano que pasé en las instalaciones de "El Patriarca", en 1985, en Francia. Allí trabajamos y comimos juntos y oí muchas historias. Aún recuerdo a algunas de las personas.


Te mando un abrazo muy grande, allá donde estés. Aída.

lunes, 18 de marzo de 2013

MI PADRE TAMBIÉN FUE UN "NIÑO DE LA GUERRA"



El otro día estaba leyendo un libro que se titula Los niños de la guerra y, de repente, me di cuenta de que mi padre ¡era también un niño de la guerra!

Cuando nuestra guerra estalló,  en julio del 36, mi padre tenía ocho años y acababa de irse a Asturias para hacer un intercambio con una prima suya porque él quería aprender guitarra apasionadamente.

Su madre –viéndole simular que tocaba el instrumento con un palo a la menor oportunidad- decidió enviarle a aprender solfeo con Socorrito, una amiga de la familia que, más tarde, conocería a Narciso Yepes.

Allí estuvo, en Salas, Asturias, hasta agosto de 1937, fecha en la que su hermano Amador fue a buscarlo en un camión. Mi padre recuerda que, para volver,  dieron una vuelta muy grande por León, Palencia... y que, por esos caminos intrincados de la montaña, echó la pota con todas sus ganas.

Sobre la guerra, no recuerda haber visto muertos, pero sí los heridos que llevaban al hospital (todos los niños acudían en cuanto se enteraban de que venían las ambulancias) y también recuerda como “los rojos” se llevaron un día al médico del pueblo -don Mario-, “solo porque iba a misa”.

Sus primas mayores, Ángeles y Sabinita, -entonces joseantonianas- fueron requisadas para fregar en el hospital. Y a su tía,  todos los días le hacían freír en casa cientos de chuletas para dar de comer a los milicianos.

Por eso, cuando se enteraron de que iban a entrar en el pueblo las tropas de Franco, huyeron por las montañas más allá del Viso para que los rojos no se las llevaran con ellos de retirada.

Mi padre recuerda esos tiempos como una época de libertad: iban a bañarse solos al río, a la finca llena de frutales de un amigo que tenía una ferretería junto a la pastelería de sus tíos; a ver a los heridos que traían en camilla de la batalla; a recoger latas de comida y balas que los grupos de hombres armados dejaban abandonadas cuando iban al frente de Oviedo...

Sin ser conscientes del peligro, vaciaban la pólvora y hacían regueros que luego prendían con una cerilla. También arrojaban los percutores a las hogueras para que estallaran, o les tiraban una piedra encima. Otras veces, cogían las granadas de mano mientras veían en el fondo de las aguas cristalinas del río pistolas y carabinas. Tuvieron suerte: nunca les pasó nada ni hubo ningún accidente que los hiciera volar por los aires como se ha visto luego en otras guerras.

Al entrar “los nacionales”, mi padre, quizá influido por las leyendas de la zona sobre las moras de tiempos de la Reconquista que habitaban las cuevas del lugar, se acercaba a los moros de Franco a pedirles oro: “Dame una sortija o algo de oro” -imploraba, como si fueran los opulentos personajes de “Las mil y una noches”. De ellos le chocó su manera de lavar la ropa en el río: en vez de darle jabón y frotarla con los puños –como hacían las lavanderas de entonces- la pisaban con los pies, para quitarle la suciedad, y luego la aclaraban y la volvían a pisar.

Cuando, por fin, llegó a casa, mi padre tenía un acento asturiano tan cerrado que -la familia- apenas conseguía entenderle. 

martes, 12 de marzo de 2013

LAS CARTAS DE UCA



De mi tía, solo recuerdo los bocadillos de queso de nata que nos hacía las tardes que íbamos a la tienda (no sé por qué la mayoría de mis recuerdos son gastronómicos. ¿Tendrá algo que ver mi volumen periférico…?).

Leyendo sus cartas de juventud, me doy cuenta de que debió de ser mundial: muy poco corriente. ¡Qué pena que muriera tan pronto...!

Se carteaba con mi padre, cuando este estudiaba en Bilbao para entrar en la universidad..., y le ponía al día de todos los dimes y diretes del pueblo: que si menganita se había casado, se había muerto zutanito o venía una nueva partida de guardias civiles (vecinos de la tienda). Además, le informaba, uno a uno, de todos los miembros de la familia: en qué estaban o qué hacían.

Como cronista de la vida social, no tenía precio. Sus cartas eran una mezcla de Jane Austen y  Miguel Mihura.

Ella era la que se encargaba de escribir al resto de los hermanos cuando estaban fuera. Y, con las cartas, siempre enviaba algún regalito, fuera un giro de doscientas pesetas, una cajetilla de tabaco o unas avellanas de la romería del Milagro.

A pesar de no haber salido apenas de casa, tenía mucha “mundología”. Mucha experiencia  se la proporcionaban los libros. Leía todo lo que caía en sus manos, o lo que le prestaba su amiga Estela. Pero, además, por carácter, Uca era muy lanzada, muy echada palante. Cada nueva situación suponía un reto, nunca un obstáculo.

También era muy sociable y le encantaba parlar. Cuando las amigas la acompañaban a casa, tardaban en despedirse frente a la puerta.

Mi tía era una intelectual... de los años 50… del siglo XX: oía música (Las zardas de Montijo); iba al cine a ver películas de Melvyn Douglas, Charles Boyer o John Barrymore; leía Los cuatro jinetes del Apocalipsis...

Eso sí, prefería vestir cómoda: con traje de chaqueta y zapatos de tacón bajo. Pero, siempre coqueta, en las fotos se ponía de perfil, con postura estudiada de modelo. Mucho antes que Noemí Campbell o Irina Shayk. Para que luego digan...


lunes, 4 de marzo de 2013

AHORA HAGO AQUAGYM



Como me estaba poniendo como una bola e iba a echar a rodar en cualquier instante, este año tomé una drástica decisión: tienes que ir a la piscina.

¡Eso sí! Yo siempre con calma... No se trataba de que me hiciera largos a diestro y siniestro. Eso me aburre mucho y, además, es muy cansado. También sabía que no era carne de gimnasio, de bicicletas estáticas y bancos de remo. Nunca me han gustado las flexiones ni hacer series de abdominales. Pero nadar en plan Esther Williams siempre me ha parecido maravilloso. Y además, floto tan bien... Incluso en vertical. Este es un don. La monitora me ha aclarado después que eso se debe a que tengo la grasa “muy bien repartida” (no a que esté gorrrda). Vamos, que -como decía Xavier Domingo sobre Marilyn Monroe- tengo las celulitis “muy bien puestas”.

Así, el primer día laborable de enero, cogí mi bolsa de rayas marineras; metí un albornoz verde que aún no me había conseguido poner en casa; añadí las chancletas del verano, mi gorro de la piscina municipal y un traje de baño nuevecito que me sentaba como anillo al dedo  (bueno, sería más realista decir como un guante a una ballena), y me dispuse a pagar la primera mensualidad para  así verme obligada y que no me diera pereza asistir.

Como buena novata con deseos de aprender, yo lo iba preguntando todo... o leyéndolo todo. Me leí cada papel del corcho sobre normas, los beneficios piscinícolas, las pérdidas de calorías (quinientas en cada sesión; no estaba nada mal)... y las clases de aqua-gym, que se daban tres veces al día, y eran gratis para los socios. Y entre casilleros y escaleras,   por fin llegué a la piscina. No era muy grande: cuatro calles y unos veinticinco metros de largo. Para mí, suficiente. Mientras nadaba con calma, muy a lo Johnny Weissmuller, veía a mi derecha a gente subiéndose a camas de agua con burbujas o poniendo sus cuellos o lumbares al socaire de cascadas  o chorros más bien fuertecillos.

El primer día creo que solo nadé y observé. Pero el segundo, me dije: ¡A por todas! Y acudí a la clase de aqua-gym de las mañanas. Era la clase de las señoras... de la tercera edad. La mayor, que estaba aprendiendo a nadar, tenía 74 años. Y se quejaba porque yo era el primer día que iba... y todo lo hacía bien. Fue muy divertido. Nos pusimos aros de gomaespuma y, la verdad, no os podéis imaginar la cantidad de cosas que se pueden hacer con ellos: sentarte encima, sumergirlos, arrastrar agua... Todo con el objetivo de fortalecer nuestros brazos, nuestras piernas, nuestras tripitas, y nuestros glúteos... que pese a lo que pensaba una amiga mía, no están en la garganta. (Merchita, esos son los ganglios…).

Un descubrimiento: al mes, mi traje de baño estaba casi desintegrado. Primero, se había dado de sí. Luego, se quedó transparente. Fue mi primera lección piscinícola: el cloro (de la piscina) se come la licra (del bañador).